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Zen en el Arte y la Cultura del Japón

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Mensaje  Gabriel_Sarando Vie Feb 19, 2010 7:22 pm

Zen en el Arte y la Cultura del Japón I

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Quisiera hacerles algunas aclaraciones acerca de cómo pienso utilizar el tiempo que, tan gentilmente, me han cedido el MALBA literatura y el Centro de Estudios Ariadna, para hablar sobre “Zen en el arte y en la cultura del Japón”.
En principio, quisiera aclarar que, este no es un curso sobre historia del Budismo. Hay muy buenos libros sobre ese tema. Tampoco es un intento de explicar aquello que no se puede explicar con palabras, aquello que llamamos Zen. Más bien, yo quisiera, a través de una serie de lecturas y comentarios que voy a hacerles, tratar de evocar una primera aproximación a la escuela Zen, tal como se refleja en las artes tradicionales del Japón. Voy a guiarme por la idea de un gran sabio budista, Kobo Daichi, quien dijo una vez que, “es tan difícil entender las escrituras de los sutras, que las verdades del Budismo sólo pueden ser comprendidas a través del arte”. Por lo tanto, yo propongo aquí la vía del arte para comprender las ideas del Budismo Zen.

En realidad, aquello que llamamos “Budismo” es algo mucho más complejo, variado y contradictorio de lo que en primera instancia puede parecer. Pero, lo mismo podría decirse del Cristianismo, del Islam y de muchas otras religiones.
Lo cierto es que el Budismo es una religión que logró conquistar a las masas y a las grandes naciones del Oriente y que se desplazó desde la India hacia el Tíbet, la China y el Japón, en un recorrido que llevó varios siglos. El Zen es una de las estaciones de ese recorrido, quizás, una de las que se han hecho más notorias por la importancia que tuviera en el desarrollo de la cultura japonesa.

El Zen no es una corriente mayoritaria del Budismo, ni mucho menos; ni siquiera aquella que tuvo más adhesión popular, sino que, en realidad, durante mucho tiempo fue una pequeña secta esotérica, dedicada a un conocimiento secreto. Sólo a partir del siglo XII-XIV, cuando la clase dominante del Japón de esa época, los Samurai, adoptaron a la escuela Zen como guía para la acción, comenzó su difusión que, más tarde, llegó a ser multitudinaria.

Daisetz Suzuki, el divulgador del Budismo Zen, ese gran escritor de la Escuela de Kyoto, dijo una vez que, “el Zen es el carácter japonés”. Es decir que, después de tantos siglos de desarrollo de la cultura Samurai y la cultura popular vinculada al Zen, este se volvió uno de los trazos distintivos de la propia cultura del Japón. Hasta tal punto que, aun hoy en día, resulta difícil separar la actitud, o la perspectiva Zen de aquello que es una conducta adquirida, una segunda naturaleza, que se aprecia en una serie de actos cotidianos de los japoneses. A los occidentales nos llama la atención, esa absoluta concentración que se pone en cada una de las pequeñas cosas de la vida, la absoluta devoción a las tareas, por más simples y humildes que éstas sean y la capacidad de que en el contexto de una sociedad de consumo, masiva, ruidosa y polucionada –como son todas las sociedades industriales–, los japoneses logren guardar una particular relación con su interioridad, un espiritualidad privada en el medio de lo colectivo. Ésta es una de las herencias más notorias que ha provocado el estudio del Zen durante generaciones.

Para entender el resultado civilizatorio del Zen, es conveniente recordar su recorrido geográfico: aparece en la India y es llamado Dyana o meditación, en China el mítico Boddhidharma (japonés Daruma) funda una escuela que alcanza su máximo desarrollo con la figura de Hui neng (japonés Eno), desde allí atraviesa el mar del Japón y se establece en Kamakura, la sede del gobierno Samurai de los Minamoto; los grandes shogunes Hojo ya cuentan con sus consejeros Zen, como el célebre Bukko, maestro de Hojo Tokimune, desde allí va generando una matriz de múltiples expresiones que alcanzan su apogeo cuando los Ashikaga incluyen a varios maestros Zen entre sus doboshu y la escuela triunfa en Kyoto la capital imperial.
No obstante al hablar de esta manera parecería que existe algo llamado Zen que aparece como una escuela y vá desarrollándose orgánicamente, nada de eso, lo que florece durante estos siglos son los distintos “caminos” que el Zen abre en la cultura japones. “Camino”, del japonés Do, To (chino Dao y Tao) significa que no existe “algo” llamado Zen, sino que existen “caminos” donde esta experiencia tiene lugar. Esos caminos fueron explicitados como el Camino del Té (Wabicha); el Camino de la Pluma (Shodo); el Camino del Sable (Kendo); el camino de las artes dramáticas (Nohgaku), donde el principio y el método del Zen son puestos en práctica.
Estos caminos no son excluyentes y se complementan entre sí por ejemplo, el Bushido o Camino de los Samurai fue concebido como Bunburyodo o Camino de la Pluma y el Sable.
Por lo tanto el Zen no es un Logos, no es un pensamiento teórico, ni una perspectiva metafísica, es una práctica, un ejercicio espiritual que podríamos comparar a aquello que en Occidente llamamos epimeleía heautoú o cura sui (“cuidado de sí”), ese aspecto de la filosofía occidental tan olvidado, en función de los desarrollos teóricos, pero que, en la antigua Grecia era entendido como el aspecto más importante de la práctica filosófica, a saber, la vieja idea socrática de conocerse a uno mismo, de dominarse a uno mismo, de aprender el arte de la sinceridad para con uno mismo y, lo más importante, la idea de construir el “sí mismo” a través de la ejercitación espiritual.
Pero, por más similares que resulten los motivos de la filosofía griega y romana ella siempre concluye en un saber discursivo, en un Logos. La diferencia radical con el Zen es que su sabiduría es inefable, es más, hasta podría decirse que su principio es el silencio.
Una vez, se le preguntó a un Maestro ¿cuál era el primer principio del Zen?, y él respondió: “Si yo lo dijera, ya sería el segundo principio.” En el Zen se habla de Li, el primer principio (japonés Ri). “El principio está más allá de la razón y más allá de las palabras”.
Podríamos decir que en el Zen el principio es el silencio, el principio es algo inefable, que se aprehende, se experimenta o se intuye a través de ciertas prácticas configuradas en caminos. En general, son prácticas de un arte. Por lo tanto –vuelvo a la idea original– el arte es el camino para comprender la práctica del Zen. El arte también es el camino del cuidado de sí, es la forma de cultivarse a uno mismo. Todo esto es común para nosotros, occidentales. Lo practicamos de otra manera, en otro contexto religioso, pero también tenemos un registro de qué significa la relación entre el arte, el conocimiento de sí, la armonía, la paz interior, etc.
La diferencia entre la idea del “cuidado de sí” en Occidente y en el Zen, es que, cuando en Occidente hablamos de conocernos a nosotros mismos, lo hacemos en el contexto del individualismo. Somos una mónada, una unidad que generalmente se piensa separada de la comunidad y que trata de comprenderse en tanto que mónada. Muchas veces caemos fácilmente en el narcisismo, en el egotismo, experiencias absolutamente exacerbadas de la individualidad que concluyen en el solipsismo.
En el Zen, la idea de conocerse a uno mismo tiene una connotación diferente. Según el Genjo-Koan “estudiar el yo significa, olvidarse de uno mismo”.
Mientras que, en el pensamiento griego, conocer el yo es ejercitarse (gymnazein), para reconocer y fortalecer la propia individualidad (autarkeia), la capacidad de dominarse a uno mismo (sophrosyne); en el Zen, la posibilidad de conocerse uno mismo pasa por “olvidarse de uno mismo”.
Porque en el Budismo, la individualidad es considerada el peor mal del hombre, el peor pecado, la mayor ignorancia y la mayor causa del sufrimiento. Es, justamente, la existencia puramente individual la que nos aleja del amor, del afecto y de las cosas más deseables de la vida.
Todos sabemos que la historia del Occidente moderno es la historia de la profundización del ideal individualista del Renacimiento. Este es nuestro destino como civilización. Por lo tanto, mirarnos en el espejo de una cultura tan diferente, como es la cultura que produjo el Zen, puede ser difícil. ¿Cómo es posible que la liberación de la propia existencia suponga el abandono de sí? Esto es difícil de comprender para nosotros.
Cuando les preguntamos a los maestros budistas acerca de esto, ellos dicen que olvidarse de uno mismo no significa negarse a uno mismo, ni suicidarse, ni destruirse, ni mucho menos, sino que significa, según esa idea que está en el Sutra del Diamante; tener una mente simple y sin complicaciones, tener una mente que deje ser a las cosas tal como ellas son. Esto implica, no obtener, no retener, no envidiar, no apegarse, no asirse desesperadamente a las cosas del mundo, sino tener la capacidad, de alguna manera, de abandonarse y fluir con las cosas.
Esto último ya se ha banalizado y se ha hecho un lugar común, está en todos los libros de autoayuda. Pero la banalización también implica que ha habido un contacto de culturas y que, en Occidente, se está apreciando un cambio de actitud ante la vida. En muchas publicaciones actuales, se alude permanentemente a actitudes “taoístas”, “zenistas”, etc.
En la historia del Zen, el arte ha sido la forma privilegiada en la que este olvido de sí se ha manifestado. Todos los que han practicado un arte, saben que en el momento en que uno pinta, escribe, baila o hace teatro, se transforma y se coloca en una posición absolutamente diferente, porque experimenta la unidad con muchas cosas de las cuales antes estaba separado. El pintor, a través de la pintura, puede unirse con el mundo; el actor, a través de la acción, también puede experimentar una metamorfosis y acceder a la experiencia unitiva; el practicante de las artes marciales –en un sentido serio y correcto– también tiene una experiencia de abandono de sí en ciertos momentos de la práctica, cuando no es deportiva y cuando no es hecha con fines egoístas. Podríamos decir que la práctica de ese Koan, ese conocerse a sí mismo y olvidarse de sí mismo, estaría remitida a la posibilidad de experimentar en el ejercicio del arte esa situación de entrega y abandono de sí.
Cuando el Zen comenzó, no estaba necesariamente vinculado a la práctica de las artes. Era una actividad centrada en un aspecto –del cual recibe su nombre–: la meditación. Zen viene del sánscrito Dyana, que significa: “meditación” (de ahí el chino Chan y japonés Zen). En un principio, si juzgamos por lo que nos dicen los datos históricos, la práctica de los primeros patriarcas del Zen consistiría exclusivamente en la meditación. Todos conocemos las anécdotas que rodean a la figura de Boddidharma, supuestamente, el primer patriarca del Zen que llega a China en el año 520. Según la leyenda, de tanto mantener los ojos abiertos, los párpados de Boddidharma caen al piso. Sus párpados se transforman en la planta del té.
A partir de ese momento, la meditación y su relación con el servicio del té –no sólo como infusión, sino como ceremonia– van a ser muy importantes. Como lo dice la tradición oral: “El zen y el té son uno” (Zen cha ichimi).
No obstante, el servicio del té sólo adquiere el carácter de un rito, muchos siglos después de que se asociara a la persona de Boddidharma. En realidad, hay que esperar al siglo XV para que algo llamado “Ceremonia del Té” cobre forma y se vuelva, por decirlo así, el vehículo privilegiado de acceso a la experiencia Zen. Esto ocurre en un momento muy particular, en el llamado período Muromachi, caracterizado por el domino de una élite Samurai ilustrada, que se traslada a la ciudad de Kyoto, capital imperial, y comienza a adoptar las maneras de la aristocracia cortesana.
Los aristócratas (Kuge), eran una casta contemplativa, vivían separados del mundo en una ciudad consagrada al culto imperial. Sus funciones en la sociedad medieval eran fundamentalmente rituales, puesto que sus mitos y ceremonias constituían la base del gobierno carismático del Mikado o Matsurigoto.
Durante al Shogunado Ashikaga, los Samurai que, hasta el siglo XIV, habían sido guerreros rústicos, establecieron su cuartel general (Bakufu) en la capital con el fin de integrarse al la elite religiosa y cultural. Por la misma razón, tenían una relación muy particular con los Kuge. En realidad, los admiraban y valorizaban su gran capacidad estética y religiosa. Por lo tanto, cuando el gobierno Samurai se trasladó a Kyoto, se produjo un efecto de imitación. Los Samurai empezaron a adoptar muchas de las pautas culturales de la aristocracia.
Entre ellas, adoptaron el servicio de té, una costumbre en la cual se invitaba a los nobles a las mansiones que los Samurai ocupaban en la capital, y se le ofrecía té en cierto tipo de cerámica china. Esta costumbre llevó a que se realizaran reuniones periódicas en un una especie de hall que tenían los palacios de la época, llamado Kaisho, donde se recibía a los invitados y se ofrecía el té. Allí es donde los líderes Samurai hacían gala de ser grandes coleccionistas y conocedores de los utensilios de té. En el medio de este evento social, muchas veces se practicaban juegos y se leía poesía. Los antiguos juegos cortesanos, como el llamado “arte de escuchar el incienso”, donde se quemaban distintos perfumes de incienso y poéticamente se les nombraba o describía, dio lugar a la composición de poemas de ocasión según la tradición del Renku.
Pero hacia el final del período Muromachi una serie de fenómenos políticos militares, tales como la guerra de Onin, una gran guerra civil que desvastó
Kyoto, alteró la visión colorida del mundo (Yuga enrei) proveniente de la China Tang y favoreció la adopción de la estética Sung, que privilegiaba los valores monocromáticos.
El Zen adoptó estos estándares monocromáticos bajo el lema: “Muchos colores ciegan la visión”. Por la misma época, la colorida cerámica Tang, importada de China, fue sustituída por el llamado Rakú, un estilo que se impone rápidamente en el Japón. Se trata de una cerámica que no supone las texturas esmaltadas a la perfección, sino que, su atractivo radica en la texturas rusticas; aquello que se dio en llamar “la belleza de lo imperfecto”.
El Raku se cocina en un horno y, para enfriarlo, se lo deposita en un cuenco que contiene aserrín. Entonces, la cerámica no queda lisa y perfecta, sino con una textura muy irregular. La observación de esa textura se vuelve un dato importante en la Ceremonia del Té.
A partir de esta época (finales del 1400 d.C.) también empieza a aparecer otra transformación en la actitud durante el servicio de té, de un servicio del té colorido y dominado por el consumo conspicuo de objetos chinos, se pasa a un concepto austero (Wabicha), del servicio del té, que consiste en la recepción ceremonial de un huésped. En lugar del colorido ambiente del Kaisho, el servicio de se te realiza, de aquí en más, en un pequeño cuarto (tokonoma), donde los utensilios de té son el único mobiliario, con la excepción quizás, de alguna caligrafía en las paredes. Aquello que era colorido, casi frívolo y vistoso, se vuelve algo pensado en blanco y negro, el momento limitado a la experiencia de la preparación y degustación de una única taza de té.
Esta única taza de té adquiere una significación absolutamente nueva. Se podría decir que, en la experiencia de la Ceremonia del Té, en el tokonoma, hay una metamorfosis. Aquel que tiene el privilegio de compartir esa absoluta concentración del Maestro que prepara esa única taza de té, es transformado por la atención y la devoción del Maestro para con su visitante.
Ahora, la Ceremonia del Té limpia los sentidos; para los ojos y el tacto está la textura del Rakú y la caligrafía; para los oídos, el sonido del agua; para la boca, el sabor del té; para las manos y los pies, la corrección en la postura. Cuando los cinco sentidos han sido purificados de esta manera, la mente también queda purificada.
Un lider Samurai acostumbraba a decir algunas palabras cada vez que consumía una taza de té: estas eran, invariablemente, Ichi go, ichi e; “Aquí y ahora”, como si dijera: “ésta es mi última taza de té”.
La Ceremonia del Té significa también que el momento es siempre “ahora”. Que hay que considerar este momento como el último momento, y vivir cada uno de los momentos sucesivos como si fueran el último.
Desde la Ceremonia del Té (Wabicha), el Zen se difunde hacia otras artes; por ejemplo, hacia la dramaturgia, que hasta ese momento era colorida y estaba marcada por los festivales en los templos.
Los templos ofrecían distintos ritos a través de los cuales los demonios eran exorcizados y los presentes eran liberados de las presiones de los muertos, de la mala suerte, de la sequía. De esos festivales teatrales populares, nace el Nohgaku que promueve un nuevo concepto del espacio escénico, un escenario tan vacío como el tokonoma, donde el único decorado es la imagen del pino ancestral.
Alrededor de ese pino, en un pasado remoto, se habría producido la primera danza originaria de Okina, el anciano que danza celebrando la longevidad y la cosecha. Esa forma despojada del Nohgaku es resultado de la misma estética y va a producir, a su vez, toda una corriente en la dramaturgia (de la que vamos a hablar en las próximas reuniones), que está basada en los mismos valores del té y de la estética monocromática.
Lo mismo va a ocurrir con la esgrima. Hasta ese momento, había sido practicada como un arte de guerra, con el propósito natural de cualquier arte militar, vencer al enemigo. Ahora, la esgrima se va a imbuir de los valores del té y va a aparecer una nueva forma de relación con el sable. No es ya el sable que mata, sino el sable que da vida, la posibilidad de que el sable se vuelva, como los instrumentos del té, un vehículo de meditación y abandono de sí, es decir, un arte. Todas las formas de práctica del sable van a ser sistematizadas con los mismos métodos de la dramaturgia del Nohgaku. En la misma forma en que los actores representan una situación real o la llegada de un espíritu o un fantasma, con esos mismos movimientos misteriosos, parecidos a los de una marioneta, se va a codificar el arte del sable.
Entonces, a partir de la esgrima interior, se produce una experiencia similar a la de la Ceremonia del Té: la práctica de un Maestro que, en absoluta concentración, pelea consigo mismo, sin ningún rival y sin ningún propósito agresivo, más que el de limpiar sus propios sentidos y transformar la naturaleza del sable, de un objeto que mata a un objeto que da vida.
Ahora, sería interesante que ustedes señalen algún tema que quieran tratar y que quizás yo he omitido.
Alumno: Me interesaría hablar de la influencia Zen en la literatura.
Docente: En mi libro “Dioses, magos y marionestas”, hay un capítulo llamado “La escritura en el espejo”, que trata sobre el tema. En particular resulta muy ilustrativa la vinculación del Haiku y del Renga con el Zen.
Alumna: ¿Qué es el Zen?
Docente: la pregunta que quiero plantear no es, precisamente ¿Qué es el Zen?, porque no podría responderla. Yo reformularía esa pregunta de esta manera ¿Cómo influyó el Zen sobre la cultura y las artes del Japón a través de sus distintos caminos?
Resulta increíble que una visión religiosa haya producido formas de arte tan diferentes. En realidad, cuando pensamos en el arte cristiano, por ejemplo, podríamos ver determinaciones bastante claras que se sostienen a lo largo del tiempo. Si bien, lógicamente, las iconografías y las escuelas de pintura variaron, hay algo en el arte cristiano que es notorio: la preocupación por el rostro humano y por sus expresiones. En el caso del Zen, no hay un patrón definitivo, ni definido que pueda ser explicitado tan fácilmente –quizás también porque yo he simplificado la historia del arte cristiano–. El Zen ha influido de maneras muy diferentes sobre las artes populares que ya existían, como es el caso de la dramaturgia, o ha transformado la perspectiva, como ocurrió al pasar de la pintura color a la pintura monocromática, sin sostener una estética que pudiera ser llamada “estética Zen”. Es más, cuando pensamos en la historia de la llegada del budismo a China, no aparece en lo absoluto que los primeros fundadores del budismo fueran artistas o estuvieran preocupados, en particular, por el arte. Sin embargo, con posterioridad tenemos una proliferación de formas de arte que llamamos “arte Zen”. Pero esas formas son muy diferentes.
Una de las explicaciones de esto es que, en realidad, el Zen, no postula una forma de arte, ni una estética, ni un gusto, sino que postula que todas las formas de arte sean practicadas con la misma actitud de abandono con la que se podría cortar leña, acarrear agua, preparar una comida o caminar. Es decir, el Zen no ha influido tanto en las artes para fijarles un canon, sino todo lo contrario: para que cada forma de arte se exprese en su propia estética hasta el límite de sus posibilidades. Por ejemplo, el hecho de que la Ceremonia del Té haya desarrollado el camino desde un evento social comunicativo hasta una relación prácticamente iniciática y ceremonial no tiene que ver con un canon del gusto llamado Zen, sino que tiene que ver con la misteriosa influencia del Zen sobre la relación que existía con una práctica anterior. En este caso, para tomar un ejemplo que es claro, lo que más influye en esta forma de arte privilegiada del Zen, el Cha-do, es la estética Sung. Esta estética había sido importada de China y tenía como principio la idea de que “muchos colores ciegan la visión”; una profusión de colorido, de forma, le impide al artista llegar a la esencia de la cosa y lo distraen, lo dejan permanecer en la apariencia, en lo más efímero. El empleo riguroso de la tinta negra, limita las posibilidades expresivas pero, por otro lado, incrementa la abstracción. En general, se trata de introducir valores de austeridad, economía y esfuerzo dentro de la práctica del arte. Una economía de representación que conduce a las artes a su máxima síntesis.
El mismo principio opera en la dramaturgia del Nohgaku, allí también se aplica una restricción del gesto según la cual, es mejor “mover el cuerpo a siete décimas y la mente a diez”. Para que la gestualidad no sea explícita ni acabada, sino más bien, que se proyecte mentalmente más allá de la acción. Y, si la acción tiende a autolimitarse, es porque la economía del gesto va en pro de una expresividad de tipo mental o espiritual.
Lo mismo ocurre con la poesía, donde en vez de practicarse una profusión de metáforas, como pretende la poesía occidental; se busca todo lo contrario, un texto mínimo, una forma casi telegráfica de expresión, donde lo más importante es, precisamente, el salto de sentido: “Canta la alondra, nieve en el monte Fuji.”
Para este tipo de poesía, no es necesario contar algo, ni establecer relaciones causales o lógicas, ni explicitar un estado de espíritu, sino generar imágenes para que ese estado de espíritu brote en el lector. Lo fuerte no es el mensaje que se emite, sino la posibilidad evocativa del que lee. Por lo tanto es necesario un entrenamiento, una cierta disposición mental del intérprete para poder captar el sentido. Un gran maestro de Renku decía: “Hay que poner la mente en lo que no está escrito.”
Existe, por lo tanto, una búsqueda de la invisibilidad en el arte, la capacidad de generar un espacio de vacuidad en el cual la imaginación y la interpretación del que escucha es lo más importante.
Nunca queda todo explicitado, como en el arte occidental que busca establecer un significado. Es como si en el arte Zen faltaran eslabones de sentido. Una vez en que se le preguntó a Eno por la forma correcta de entonar el sentido de unos sutras, el dijo los sutras deben ser entonados como si no tuvieran sentido.
La idea central del Zen es la idea de vacuidad y de que la vacuidad es común a todas las cosas; sin embargo, eso que es común no es una cosa, no es algo determinado, eso es lo que el arte Zen trata de poner de manifiesto como una relación oculta que debe ser experimentada interiormente.
El arte Zen trataría de poner de manifiesto el principio de la vacuidad, hacer que aquél que participa de la experiencia estética perciba un espacio que se abre, en el cual se coloca una vivencia muy particular, que, a veces, puede parecer onírica. Paul Claudel decía refiriéndose al Nohgaku: “Parece una liturgia interpretada por muñecos que se mueven en una atmósfera similar a la de un sueño.”
Es una excelente descripción de lo que logra una escena prácticamente vacía con un único actor que porta una máscara. En el teatro occidental, en la ópera, por ejemplo, recurrimos a una orquesta sinfónica, a una gran cantidad de vestuario, de luces, de estímulos, etc. Pero el arte Zen busca la mayor economía en la expresión y la mayor intensidad emotiva dentro de esa simplicidad. Umewaka Minoru solía decir a sus actores: trabajamos con el corazón. No son importantes los vestuarios, la acción o la música, sino el corazón del actor;. “La forma es el corazón”.
Alumna: desde Meister Eckart uno tendría que pensarlo como una experiencia mística.
Docente: Oriente produjo muchos Meister Eckart. “Mística” es una palabra que tiene muchos sentidos. Etimológicamente remite a los misterios, a lo iniciático. A veces, puede estar un poco desvalorizada, porque se ha usado y se ha abusado de ella. Creo que, evidentemente, en el arte Zen existe una mística, la práctica de una “experiencia unitiva”, como la llamaría Pierre Hadot. Pero no sé si es en la misma forma en la que Occidente piensa la mística. Suponemos la existencia de un dios, suponemos la existencia de un principio trascendente con el que desearíamos unirnos en vida, en la muerte o más allá de la muerte, según las distintas visiones religiosas. La divinidad está fuera de nosotros, y vamos hacia ella o ella desciende hasta nosotros.
Por el contrario, desde la perspectiva Zen no hay otra divinidad más allá de la que nosotros mismos podamos experimentar. La unidad o la unión mística es de un carácter absolutamente diferente. Ya no nos unimos con el otro divino, sino que tenemos que unirnos con nuestra propia parte divina.
Alumna: Esa parte divina forma parte de una comunidad.
Docente: Absolutamente. No es un hecho individual. En Occidente, es el alma individual que se reúne con un dios trascendente. Aquí es la comunidad quien puede suscitar una experiencia unitiva. Uno de los ejemplos más conocidos es el éxtasis de los portadores del Mikoshi, un catafalco que los portadores deben subir a la montaña sumando fuerzas en una dura jornada.
También es una práctica comunitaria la que inspira al teatro, porque es la representación de un rito ancestral.
Sabemos que existía un ritual de exorcismo que consistía aplacar al espíritu de un muerto en circunstancias indeseables que vuelve a reclamar, por decirlo así, justicia para su historia. Visto desde la antropología era un rito shamánico, el Zen lo ha interpretado de una forma totalmente nueva. Si bien ha respetado los datos cronológicos de la historia, los datos literarios de la poesía que se ha escrito alrededor de ese hecho y los datos tradicionales de la representación de ese hecho, ha generado en la puesta en escena y en la conducta del actor –que interpreta ese rito como un Kata (una forma fija determinada para siempre, como un canon)– algo que no estaba antes. Produce una transformación en el gesto por la aplicación de principios tales como la concentración absoluta del actor mediante prácticas específicas, la transformación del gesto de una forma naturalista o de una forma que representa a algo real (la mono mane, la mímica). Es en una forma que ya no debe recordar un gesto humano, sino que debe adquirir la característica de un gesto absolutamente sobrenatural (Yugen).
Hay una expresión, gen, que es muy importante para comprender este vínculo entre el teatro y el Zen. Es la idea de que todo es gen, es decir, todo es una ilusión. La existencia es una ilusión, en la medida en que para el budismo todo lo que existe es una combinación transitoria. Por lo tanto, la realidad que permanentemente está cambiando ante nuestros ojos es poco más o menos que un espejismo, se está transformando y se está desvaneciendo. En el teatro se trata de captar, a través de una gestualidad muy particular, esa experiencia de lo ilusorio, de lo fantasmal. Es la belleza del teatro Noh llamada yugen --ver infra clase IV.
Es decir que el Zen habría influido introduciendo su perspectiva y su metodología en las artes que ya existían, sometiendo a todas las artes tradicionales a un proceso de transformación. De esta manera, las mismas artes, una vez practicadas desde el punto de vista Zen, ya no son lo que eran antes. Como los sutras recitados desde el punto de vista Zen tampoco son los mismos. Su sentido original, su valor simbólico ha sido recodificado en el registro del signo, anterior al sentido.
Esto nos puede hacer recordar ese famoso koan que dice que cuando uno empieza a estudiar el Zen, las montañas son montañas, los ríos son ríos. Después de meditar un tiempo, las montañas ya no son montañas, ni los ríos son ríos. Finalmente, cuando uno ha comprendido, las montañas vuelven a ser montañas y los ríos, otra vez ríos.
Hay otra expresión importante para entender todo esto, se le denomina myo en japonés y en chino, algo así como miao. Algo que, de alguna manera, vemos en la naturaleza, por ejemplo, cuando el castor hace la represa o cuando la abeja hace la miel. Es mágico, algo que no se puede explicar, que es, precisamente, “el lugar donde el camino del pensamiento se detiene”.
No se puede explicar con palabras por qué la abeja hace la miel, sino que sabemos que la abeja tiene esa condición, esa calidad, que le permite producir esa maravillosa sustancia. La abeja nunca aprendió a fabricar la miel, sino que siempre, como abeja, supo hacer la miel y disfrutarla. Myo significa, también, esa calidad por la cual un artista que se somete a la disciplina Zen alcanza un grado de perfección y de naturalidad tal, como si siempre hubiera practicado ese arte, como si este fuera una segunda naturaleza.
Evidentemente, el camino de esta práctica es la repetición.
Hay una expresión japonesa, fuku, que nos remite al doble significado de repetición y vacuidad. A través de la repetición se llega a la vacuidad.
Un maestro de Noh danza el mismo kata desde los 7 a los 80 años. En un momento determinado, repitiendo millones de veces esa danza, adquiere algo que él llama “la flor que nunca se marchita”.
Cuando es joven, cuando comienza a actuar con esa espontaneidad infantil, el ko-kata, el niño que hace las primeras danzas, tiene la belleza de la inocencia, de la ingenuidad, de lo que es myo, en el sentido de que la infancia y la juventud son bellas por sí, sin necesidad de ningún aditamento artíficial.
Después, estudia afanosamente toda una existencia para producir esa “flor”, ahora conscientemente, deliberadamente, a través de un trabajo de repetición y perfeccionamiento. Algunas veces lo logra, pero muchas veces no. Tiene períodos buenos y períodos malos, porque la práctica del Zen no implica ninguna invulnerabilidad ni ningún poder sobrehumano, simplemente significa la dedicación de una persona a una tarea con asiduidad y con constancia, más a allá de sus limitaciones.
Si logra sostener a lo largo de toda una vida esa repetición, ese estado de vacuidad y de abandono, entonces llega a esa “flor que nunca se marchita”. Es decir, vuelve a tener la espontaneidad del niño en la vejez; cuando ya no hay agilidad o destreza y el cuerpo está naturalmente impedido, vuelve a encontrar la forma de la gracia, a través de un recurso mental, de una capacidad de interpretación espiritual.
Pudimos observar esto recientemente, cuando vino a visitarnos un Maestro de Nohgaku, de unos 78 años. Ejecutaba sus movimientos con una gracia, una capacidad y un savoir faire, absolutamente distinto a las calidades de otros maestros y otros practicantes que estaban en el escenario. Cuando uno veía los movimientos de este maestro, uno podía sentir que tenía una calidad distinta. No podría explicar en qué consistía esta diferencia, porque no es algo que se pueda medir, ese actor había logrado la capacidad de producir un efecto en el espectador que era totalmente distinto al de los otros actores que no tenían esa magia. Esto es, de alguna manera, el ideal del Zen: la posibilidad de que, a través de una vida de repetición, trabajo y entrenamiento, se logren calidades que estaban en el origen, es decir, que estaban en la inocencia original, y que ahora se vuelven capacidades adquiridas y permanentes.
Evidentemente, cuando hablamos de este tipo de experiencias, hay en nosotros una dosis de idealización, de admiración, porque es una experiencia removida de nuestro contexto y, por lo tanto, nos llama la atención sobremanera. Pero lo cierto es que, a los que alguna vez hemos trabajado en el teatro y hemos intentado que un actor haga un gesto de nuestro agrado, realmente nos gustaría haber tenido actores que tuvieran esa ductilidad.
Ahora bien, esta ductilidad es producto del trabajo sostenido, porque aquello que el Zen le ha agregado a las artes es, precisamente, la valorización del trabajo. Toda magia es el producto del trabajo y no de un hecho súbito de iluminación.
Dicen algunas leyendas que el Zen es la búsqueda de la iluminación súbita. Ciertamente, es la búsqueda de la iluminación súbita a través del trabajo. Primero, hay una intención y después hay una posibilidad de iluminación. Esa intención debe ser sostenida durante toda la vida. Se dice que el sexto patriarca del Zen, Huinen (jap. Eno), conquistó el satori (“la iluminación”), a los 23 años, al escuchar el Sutra del Diamante. Era analfabeto y sin estudiar, rápidamente, conquistó esa experiencia. Esto es una leyenda, quizás sea verdad. Lo cierto es que en la práctica, el Zen propone que las conquistas en el arte son adquiridas por una vida de trabajo y de repetición. Esta fantasía de súbita iluminación es un deseo, pero muy pocas veces es una realidad. La magia es el trabajo.
Alumna: En el trabajo hay períodos buenos y malos, pero no hay una explicación de por qué se da eso.
Docente: Recuerden que los antiguos creían en esta idea taoísta del Ying y el Yang, japonés In Yo, es lo que en Occidente llamamos la unidad de los contrarios. Según esta idea, el ying y el yang se transforman permanentemente. Por lo tanto, el ki, el espíritu, de una persona, era un día bueno y otro día, malo. Había direcciones que eran ventajosas; otras, que traían mala suerte. Había toda una representación de la vida como algo fluctuante. El método era aquello que permitía que pese a las fluctuaciones el practicante lograra un estado de permanencia, un estado de inmutabilidad como objetivo máximo. Por eso la mente del Zen fue llamada “inmutable” en el movimiento.
Conocer el misterio de la sabiduría inmutable (fudochi shin myo), eso es lo que pretendían los maestros que se empeñaban en el Camino. Así, el maestro de Noh pretende lograr una maestría tal que, más allá de los buenos y malos días y más allá de las cambios de su cuerpo y de su estado de ánimo, pueda alcanzar en el escenario un estado de perfección y de entrega a la tarea que le permita superar todas las fluctuaciones emocionales, fisiológicas, etc. Es decir, busca que la mente se coloque por encima del cuerpo, que es el que cambia y que, la mente misma, no cambie. Éste sería el propósito.
La mente del Zen no es el “yo”, no es la psyché como mente individual, sino que es la “mente de la no mente”. Por eso es llamada mu-shin, el corazón que está en la vacuidad, que está en mu, que no está en nada en particular: no está en el ego, no está aquí, no está allí. En esta mente no hay idas ni venidas.
El estado de mu-shin es, realmente, el de una mente simple, que se entrega a su tarea sin distraerse. No es algo considerado como un estado de beatitud o de gracia, sino la capacidad de practicar las tareas con una absoluta concentración. De ahí proviene esa única mente.
En Hagakure, un texto dedicado a la enseñanza moral de un joven Samurai, el maestro advierte al discípulo que, cuando escuche esa palabra: mu-shin, la mente que reúne todas las fuerzas, puede llegar a pensar que existe algo llamado Mente. Pero no tiene que pensar eso, sino que tiene que pensar solamente en vivir con una mente simple y sin complicaciones. Esto era lo que Hui nen decía que había aprendido del sutra del diamante: abandonarse a la experiencia.
Hoy, cuando miraba el programa y me preparaba para hablar de todas estas cosas –que seguramente exceden mi capacidad de síntesis–, pensaba: “¿Qué voy a decir?”. Podría haber elegido el camino de enumerar varios nombres y fechas. Pero, al releer esa idea de Hui nen, me di cuenta de que tenía que actuar de manera simple y hacer mi tarea sin complicarme. Eso es lo que estoy intentando hacer, no sé si lo voy a lograr. Y es lo que todos deberíamos intentar hacer en nuestra vida cotidiana. Es difícil, porque verdaderamente, entregarnos, actuar flexiblemente y abandonarnos a las cosas es lo que más nos cuesta a todos.
Ahora bien, ¿Cómo ha logrado el Zen infundir ese espíritu en la práctica de las artes y cómo, desde allí, pretende que esto sea una práctica de vida? ¿Cómo, a través de la escuela del arte, podemos entrar en la escuela de la vida? Éste sería el objetivo final. Por lo tanto, está la idea de que es un aprendizaje muy largo. En Occidente siempre estamos pensando que hay un atajo, un método mágico, una forma especial que nos va a permitir conseguir resultados que nunca antes habíamos conseguido. En Oriente esta idea se descarta absolutamente. Se sabe que los maestros son gente de edad avanzada y que han trabajado toda su vida. La idea de conocimiento o de brillantez en la adolescencia no es el objetivo. El objetivo siempre está al final, es un objetivo a largo plazo, siempre mediatizado por el trabajo y por la repetición. Para nosotros, la repetición es una mal palabra. Si no me equivoco, Freud dijo que la pulsión de muerte se manifiesta como repetición. Es decir que nosotros, en Occidente –y en particular en la Modernidad–, vivimos del culto de lo nuevo. Lo que nos parece valioso es aquello que no conocemos, que constituye una innovación, un desarrollo insólito, inesperado. Ponemos toda nuestra esperanza en la salvación por medio de lo nuevo. Así se llamó el Nuevo Testamento, en relación al Antiguo. De ahí en adelante, los Cristianos han sido “modernos”, es decir, cultores de lo nuevo.
En Oriente, evidentemente, los valores son opuestos, si bien en la actualidad Oriente está dominado por valores modernos. En la concepción tradicional se pone un énfasis esencial en lo que se repite. Lo que vale es lo que se repite. Si lo pensamos un poco, la vida es repetición. Ya lo digo D. H. Lawrence: Life is repetition of repetition, “La vida es una repetición de una repetición”. ¿Para qué angustiarnos si, en realidad, tendríamos que empezar por aceptar la repetición? Kierkegaard escribió una famosa obra, La repetición, donde toma del matrimonio y habla de un personaje que no se quiere casar. El tema del matrimonio es un tema difícil, porque supone una repetición que, muchas veces, es angustiante y en la que muchos fracasamos hasta que encontramos a la persona con la que podemos repetir gustosamente. En ese texto, Kierkegaard decía: “Si hubiera aceptado la repetición, ¿a qué grado de vida espiritual hubiera llegado?” Es muy interesante esa reflexión para entender el Zen. Si pudiéramos aceptar la repetición, ¿a qué grado de evolución espiritual llegaríamos? Si somos víctimas de lo nuevo, nos costará avanzar.
Cuando acepté la repetición, pude hacer un montón de cosas que antes no podía hacer, por ejemplo, escribir. La escritura supone un terrible y tedioso ejercicio de repetición, porque uno tiene que mejorar las frases, la sintaxis, las ideas, tiene que aprender a expresarse, corregirse. Truman Capote decía: “Yo soy un buen escritor porque sé tachar.” A veces, es más importante saber escribir, tachar y volver a escribir. If you want to be a caligrapher, so you write, write, and again, write; para hacer una buena caligrafía uno debe escribir y volver a escribir. Éste es el Camino: hacer y volver a hacer, intentar y volver a intentar. Nunca desanimarse, nunca pensar que de un día para el otro las cosas se pueden conseguir, sino todo lo contrario: aplicar el principio de la repetición y la constancia.
Yo no he venido aquí a moralizar, simplemente quisiera transmitir la idea de que cuando en el Zen se habla de myo, de la flor o, de cualesquiera de esos fenómenos mágicos que se producen en el arte, hay detrás de estos efectos, miles de años de repetición. No sólo está la repetición de un individuo –porque éste ya tiene bastante para repetir en su vida–, sino que un individuo repite lo que otro repitió y que, a su vez, otro repitió. Es decir, repite lo que sus ancestros repitieron. Repite la tradición. Es una repetición ampliada, profundizada, porque evidentemente supone una acumulación. De la misma manera, en la ciencia hemos aprendido a repetir, esto es, hemos aprendido a sostener acumulativamente los descubrimientos. Quizá en otras áreas –la filosofía, la política, las artes– no hemos aprendido a repetir, sino que estamos dominados por la idea de innovar. Pienso que, de alguna manera, nos falta recuperar esa noción de repetición.
Como ésta es la primera reunión, me he quedado en una miscelánea. Espero que sepan disculparme. En las próximas reuniones, voy a intentar profundizar en temas particulares. Por eso les pido que en el tiempo que nos queda que ustedes sitúen sus zonas de interés.
Alumna: A mí me interesan las vinculaciones de Heidegger con la escuela de Kyoto.
Docente: Es un tema muy escabroso, de una gran complejidad, el año pasado intenté abordar el tema por primera vez en un seminario. Hoy yo he repetido muchas nociones de Suzuki, quien, a su manera, también es un producto de la escuela de Kyoto; Heidegger manifestó un gran interés por su obra. Ahí tenemos algún punto de contacto.
Pero, según lo que yo he entendido acerca de la Metafísica, ella supone el juicio, algo que, para el Zen, está prácticamente descartado: discriminar, elegir entre esto y aquello.
El método de la metafísica es la pregunta. Podríamos decir que Heidegger fue uno de los filósofos que más énfasis han puesto en esta idea del preguntar metafísico y en su significación. El Zen se constituye, precisamente, como negación de toda discriminación, de todo juicio. En cierta medida, podríamos decir que el Zen se parece al escepticismo de Pirrón, que implica suspender el juicio (Epoche). Es un pensamiento totalmente distinto al pensamiento metafísico. Cuando el alumno le pregunta al maestro por qué Boddidharma, el primer patriarca del Zen, vino a China, el maestro le contesta: “Ciprés en el jardín.”, es decir, ni siquiera toma en consideración el carácter lógico de la pregunta, ni el sentido de la pregunta, sino que le contesta, por ejemplo, volteando la mesa, o pegándole una patada. Estas formas tienden, básicamente, a plantearle al que pregunta la inoperancia de toda pregunta y de todo juicio.
Cuando vinieron los maestros de Noh, a enseñarnos, al Jardín Japonés, me tocó a mí hacerles las preguntas. No me contestaron ninguna vez y, cada que yo citaba alguna frase de Zeami, el maestro meneaba la cabeza. No era que lo que yo preguntaba estaba mal, sino que el hecho de preguntar era improcedente.
Merleau Ponty decía que, cada uno tiene que recordar su “región salvaje”. Yo creo que, todos, si no estamos excesivamente civilizados, tenemos una “región salvaje”. Algunos tienen un 1%; otros, un 50%. En esa “región salvaje” no hay discriminación, no hay juicio y, por lo tanto, no hay pregunta, porque la pregunta es formular un juicio e incitar a otro.
Una vez leí que, en la India, los yogis, al despertarse por la mañana, se hacían abluciones en la nariz con agua y sal repitiendo la palabra: neti, neti; “ni esto, ni aquello”. Es decir, el primer acto de la mañana era el de no discriminar entre “esto” o “aquello”, no juzgar. Toda discriminación nos lleva a la infelicidad. Hoy en día, vivimos hablando de la discriminación: social, racial, cultural, política, etc. Sabemos que el discriminar es una de las mayores enfermedades. Si pudiéramos vivir sin discriminar, sin elegir entre “esto” o “aquello” y, sin juzgar, ¿cómo sería nuestra vida?
Es pura fantasía, porque no estamos capacitados para hacerlo. Todos nosotros vivimos emitiendo juicios. Lamentablemente, cada uno de nuestros actos cotidianos es un juicio.
Entonces, una de las prácticas del Zen sería ejercitarse, como Pirrón, en la epoché, “la suspensión del juicio”, habría que poder pararse ante las cosas y decir: “Es así.”, (kono mama), nos guste o no nos guste.
Esto serí interpretado como resignación, pasividad, como apatía. Pero, recordemos que, los filósofos griegos practicaban la apatheia y consideraban que era la máxima muestra de sabiduría que podía manifestar un hombre. Hoy en día, la apatía nos parece una enfermedad. Si nuestros hijos son apáticos, los mandamos al psicólogo, porque la prueba de estar vivos es estar permanentemente en actividad, con un objetivo, con un deseo, con una especie de electricidad que nos atraviesa. En Oriente es al revés. El gran modelo es el buey, ese animal que camina lentamente pero que siempre llega. Lao-Tze va montado en un buey. Es la idea de que se llega caminando lenta e imperceptiblemente hacia ningún lugar. Cromwell dijo una vez: “El que no sabe a dónde vá, llega más lejos.” Yo creo que en el Zen hay una idea parecida. No se trata de fijar un objetivo y afanarse hacia él, sino de dejarse llevar por aquellas cosas donde uno naturalmente puede conseguir resultados. Por ejemplo, no todos somos escritores, no todos somos pintores, no todos filósofos. Sin embargo, la sociedad nos pone la ante demanda compulsiva de ser algo. Si no, estamos absolutamente inferiorizados y frustrados. El desafío es la posibilidad de no afanarse por ser algo o por conocer algo en particular.
Ahora, ¿cómo vivo yo con respecto a estas cosas? Pirron decía: “No hay que hacer juicios.”, pero eso es emitir un juicio. Entonces, no sirve el lenguaje, pero estoy usando el lenguaje. Todos caemos víctimas de ese absurdo. Yo diría que vivo como un delfín, porque éstos usan una parte del cerebro para dormir y otra para pensar, y van turnándose. Creo que tengo una parte de mi cerebro en Oriente y otra en Occidente. La parte que tengo en Occidente dialoga con Kant, con Heidegger y otros filósofos. La parte que tengo en Oriente se olvida de esto y actúa sin utilizar esas categorías en las que se basan muchas veces las clases que doy. Vivo intentando hacerlo naturalmente, sin cuestionarme lo que hago. Es posible, de alguna manera, aplicar esa doble naturaleza que tenemos. Por un lado, nunca vamos a dejar de ser occidentales; por otro lado, hemos comprendido que el ser occidentales no nos alcanza. Primero, porque vivimos en un mundo globalizado. Como dijo Goethe: “Oriente y Occidente ya son uno.” Por lo tanto, la división ya no opera, porque hay vasos comunicantes entre culturas. De alguna manera, todos tenemos intereses en Oriente y en Occidente. Pero debemos desarrollar esa parte oriental, que no juzga, no pregunta y acepta, a ver qué produce en nosotros, quizás resignación o mejor una visión diferente de la filosofía y del mundo.
El caso de la Escuela de Kyoto es paradojal, porque precisamente, su signo es la occidentalización de la filosofía japonesa y, por lo tanto, la introducción de categorías metafísicas en un mundo dominado por el Budismo. Esto también es interesante. Yo aprendí a hablar inglés escuchando cómo mi novia americana hablaba mal el español. Se puede aprender por ejemplo negativo. Y como decía Voltaire, “el error también tiene su mérito”.
La Escuela de Kyoto es un ejemplo de la fatalidad que supuso el ingreso del Japón en la modernidad y por tanto del intento de servirse del pensamiento occidental para explicar experiencias que no pueden ser explicadas en un lenguaje axiomático o enunciativo. Es una experiencia que puede ser útil, en la medida en que es un metalenguaje que intenta expresar aquello que no puede ser expresado.
¿Por que es una paradoja, un enigma?. Homero, el poeta más grande de Occidente, murió al intentar descifrar el enigma de Ios, la isla donde había nacido, y que estaba en boca de los pescadores del lugar, como una suerte de broma o provocación con la que se recibía a los viajeros. Homero intenta descifrarlo se sienta en una piedra, piensa, analiza hasta que de pronto se ve en dificultades, se deprime, se perturba y muere. Así, en la tradición occidental tenemos esta advertencia acerca de lo peligroso que es nuestro deseo de explicar todos los enigmas.
Yo creo que hay enigmas que deben ser respetados como tales, sobre todo, el enigma de lo sagrado. Quizás, si aprendiéramos a vivir con esta zona de enigmas, nuestra lógica no sería tan absoluta y no invadiría aquella parte del pensamiento que no requiere de lógica, como nuestras emociones, nuestro gusto, nuestra posibilidad de hacer teatro y de escribir.
La vanguardia en Occidente ha explorado esa posibilidad de un arte que no se base en principios racionalistas. El interés por el Haiku es un ejemplo. Mucha gente joven que escribe poesía siente que la forma del Haiku le permite expresar cosas que no podrían expresar de otra manera, por más libre que sea la forma.
La práctica del Haiku nos hace descubrir que, el sentido no es lo esencial de la escritura. Los surrealistas ya lo habían establecido con ese juego llamado“el cadáver exquisito”, donde se escribía una frase, se doblaba el papel y se escribía otra frase a continuación. Ninguna de las personas que componía ese poema era consciente de la frase que seguía o antecedía a la que escribía. Una vez terminado ese “cadáver exquisito”, se verificaba el hecho de que una serie de frases producidas sin ninguna relación de sentido podían provocar un efecto de sentido al ser leídas e interpretadas.
Éste es el mismo principio del Renga; “lo más importante es lo que no está escrito”, lo que aparece en esa fisura entre lo que está dicho y lo que no lo está. La experiencia literaria, no se basa en lo manifiesto, sino en la lectura del intertexto que aparece en los vacíos del texto.
Hay una película de Marguerite Duras, en la que uno se puede quedar un largo tiempo mirando la pantalla en blanco. Y es muy interesante, porque todo el valor de la película no sería tan relevante si no tuviera ese momento sin película.
El Zen intenta llamar la atención sobre todas esas cosas que no vemos o que tapamos de palabras, de colores, de sonidos, etc., y quizás, sobre la posibilidad de abrirnos a espacios donde las cosas no están codificadas, no están representadas. Yo considero que es un desafío, que algunas personas tratan de acometer. Lamantablemente, son muy pocos los maestros tradicionales que han enseñado en Occidente. La mayoría de los que enseñan en Occidente son divulgadores, son escritores o son personas que han tenido contacto con libros. Un viejo maestro japonés solía preguntar: ¿Ud. sabe o aprendió con libro? Muchas de las cosas que forman parte de la enseñanza oral no están escritas y sólo pueden ser conocidas en contacto con un maestro tradicional. Ésta es otra dificultad, porque no es fácil relacionarse con un maestro tradicional que, en principio, no acepta una pregunta, no acepta un “no”, una duda, una falta o una llegada tarde.
Alumna: ¿El maestro enseña una práctica, directamente?
Docente: El maestro es la representación viviente de un arte. En Japón los maestros son considerados tesoros nacionales. El Estado toma un artesano que hace máscaras, por ejemplo, y le da una subvención para que él pueda seguir haciendo su arte y enseñárselo a sus hijos. Sus alumnos son considerados hijos adoptivos, en realidad. De no existir un mecenazgo estatal, muchos maestros no podrían haber subsistido.
Alumna: Esto es exclusivamente para japoneses, me imagino.
Docente: Hay extranjeros que estudian las artes tradicionales. No hay muchos extranjeros que se hayan transformado en maestros. Por ejemplo, en Francia conozco un practicante de sable, Jean-Pierre Reik, que ha dedicado toda su vida al Iai do y que, hoy en día, es considerado un Maestro y respetado aún en Japón. El aprendizaje del Zen no supone que uno sea japonés, chino u occidental; supone que uno tenga la posibilidad de sostener el entrenamiento con un maestro tradicional, lo cual no es común, porque no es fácil.
Yo he tenido una relación privilegiada con un maestro tradicional, y reconozco que es algo muy difícil, porque los valores y la forma de comunicación son muy distintos. Muchas veces, nuestra sensibilidad no es la misma. Para nosotros, es normal que un alumno pregunte, que no quiera hacer una cosa, que un día no tenga ganas de aprender, que un día llegue tarde o falte.
La primera enseñanza que un maestro nos da es la siguiente, cuando uno reciba una instrucción, tiene que responder ai, “sí”, “de acuerdo”. Nunca jamás, bajo ningún concepto, puedo decir: “no”, “no lo voy a hacer”, “no me gusta”, “no quiero”. Aunque no lo entienda, debo hacer lo mejor posible por imitar aquello que entendí. Siempre hay algo de la enseñanza que puedo entender, un maestro nunca nos trasmite algo donde haya cero posibilidades de comprensión. Siempre hay algún grado de comprensión. Se pide que, por mínimo que sea ese grado de comprensión, uno ejecute la tarea. Es una entrega absoluta a la tarea, lo cual muchas veces es difícil de aceptar, porque nuestro concepto de la pedagogía es diferente. Para nosotros, una tarea supone ulteriores explicaciones, ensayo, error, etc., una serie de pasos que aquí no están contemplados.
Yo comparo esta situación con aquella de Stanislavsky, cuando se refiere al “sí mágico”. Lo primero que debe hacer el actor que va a interpretar a Hamlet es mirarse al espejo y decir: “Soy Hamlet”. Si no puede identificarse con el personaje, todo el proceso ulterior de elaboración dramática va a ser inútil.
Lo mismo sucede cuando un escritor se sienta a escribir y no tiene nada para decir, o no valoriza su palabra. En ese caso, es mejor que no escriba. Hoy en día vemos que, en el arte –sobre todo, en el arte conceptual–, lo más importante es la capacidad del artista para imponer su propia perspectiva. Puede exponer una tela en blanco, lo importante es que él crea en eso, lo firme y esté ahí parado para defender que allí hay una experiencia estética. Eso es lo más importante del arte, no aquello qué está representado en la tela. Lo importante es que el artista está ahí para respaldar con su cuerpo, con su fuerza, con su energía, que aquello en la pared es una experiencia estética, que debe ser compartida.
Alumna: Porque surge de un trabajo.
Docente: Perfecto, pero no necesariamente el artista puede mostrar su trabajo. Hans Hartung, uno de los padres del arte abstracto, se divertía en pintar un fondo celeste, por ejemplo, durante horas, y después le hacía una raya. Y eso era su trabajo. Su trabajo era una larga meditación. A él le gustaba exhibir en sus exposiciones una foto donde él aparecía en la playa, al lado del mar, trazando en la arena un dibujo que borrarían las olas. Lo importante no es lo que permanece, la obra; sino la acción y la experiencia del que está dibujando en la arena. No hay nada que guardar, porque en el fondo nosotros mismo tampoco seremos guardados por alguien. No son necesarios los museos para que haya arte, no es necesaria la obra de arte para que exista el arte, sino que es necesaria la autoafirmación del artista para decir que su existencia tiene un valor estético. Después, el resultado, la obra, no es lo importante. Obviamente, en este mundo capitalista necesitamos que “Los girasoles” de Van Gogh se vendan a millones de dólares.
Alumna: Pero eso no es parte del arte, eso es otra cosa.
Docente: Exactamente. Pero nuestro concepto del arte como cosa ha llevado al arte como mercancía. El arte es una relación, es una experiencia. Lo importante del arte es la posibilidad de compartir esa experiencia. Si la obra es un vehículo para compartir la experiencia, bienvenida sea, pero no es esencial que la obra sea la que provoca la experiencia. Yo creo que por alguna razón de este tipo, la obra no es esencial para el Zen, sino que la obra es ya ready made, ya está hecha; es la roca. El artista es quien puede apreciar los valores estéticos de esa roca, el que puede contemplarla, ponerla en relación con otras rocas o, simplemente, tomarla como un paisaje interior, para su propia meditación. La roca ya está hecha, no es una obra que se pueda comprar o vender.[i]Zen en el Arte y la Cultura del Japón 000132


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Zen en el Arte y la Cultura del Japón Empty Re: Zen en el Arte y la Cultura del Japón

Mensaje  Gabriel_Sarando Vie Feb 19, 2010 7:25 pm

Zen en el Arte y la Cultura del Japón II

La clase anterior vimos algunas nociones generales que nos permitirían aproximarnos ahora a temas más específicos, como el que voy a tocar hoy: el Zen y los samurai. Voy a hablar de este tema porque, realmente, podemos concebir una tal difusión y, de alguna manera, una eficacia histórica del Zen gracias a este hecho, un tanto fortuito, de que haya sido adoptado como religión oficial de los guerreros del antiguo Japón. Si esto no hubiera ocurrido, como es el caso de otras escuelas del Budismo, habría desaparecido de la historia de las religiones, sería un hecho del pasado.
Entre los grupos de Budismo que florecieron en China alrededor de los siglos VI y VII, el Zen era una corriente minoritaria, no tenía atractivo para el pueblo. Y esto en la medida en que se abstenía de la mayoría de los rituales budistas y no proporcionaba muchos de los beneficios habituales de las religiones establecidas. Era mas bien un rompecabezas para aquellos que se querían iniciar, el Zen tenía pocos adeptos.
El gran representante del Zen en China es Hui nen (japonés Eno). Más allá de ese mítico Boddidharma, que viene de la India y que, supuestamente, es el que trae esta idea del budismo a China, Hui nen es el creador del Zen, tal como lo conocemos en el medievo japonés.
Hay una fábula que resume el significado de este hombre para la historia del Budismo. Aquella en donde Hui nen se vuelve loco y rompe el texto de los sutras, el texto de la ley budista; porque considera que, a través de los textos, no se puede llegar a comprender la verdad última.
Como San Pablo abandona la ley mosaica ante la súbita revelación del camino de Damasco transformándose en el verdadero creador del Cristianismo, Hui nen interrumpe la tradición escrita y la transmisión tradicional del Dharma para revelar el Camino de la No Mente.
Pablo tambíén “se vuelve loco”, cegado por la visión se aparta de la caravana y se extravía en su propio camino. ¿Qué significa volverse loco? Salirse absolutamente de la mente cotidiana, de la lógica, de la conceptualización y de todos aquellos procedimientos naturales de la mente en estado de vigilia, y adoptar una posición similar a la del alienado, que no reconoce un principio de razón, sino que capta desde un lugar arbitrario, excéntrico, cierto tipo de experiencias. En este caso, se trata de la experiencia que Huinen llama: mu-nen, “no mente”, “no pensamiento”, la mente que es capaz de suprimirse a sí misma, en tanto que conciencia discriminadora y entregarse a la experiencia, sin buscar en ella nada más que lo que la experiencia da como tal: Si uno come, comer; si uno corta leña, cortar leña; si uno busca agua; buscar agua. Ésta es, simplemente, la enseñanza de Huinen.
Se dice que Huinen era un hombre analfabeto y que comprendió las grandes verdades del budismo al escuchar el Sutra del Diamante, en particular, esa línea que habla de abandonarse, de entregarse, de existir sin prejuicios ni discriminaciones.
Ahora bien ¿Cómo es que esta idea de comprensión intuitiva de la verdad, de abandono a la experiencia, puede servirle a un guerrero, a un militar, a una persona que está comprometida en una actividad constantemente relacionada con la lucha? Desde la época de Hui nen hasta la de aquellos misioneros que llevan el budismo Zen al Japón pasan alrededor de 500 años. Durante este período se producen una serie de transformaciones que son muy difíciles de registrar –aun para los historiadores del budismo–.
Sin duda, la llegada del Zen al Japón está relacionada con una nueva visión de lo que había sido enseñado en China; a saber, que no se trata solamente de esta idea de abandonarse o entregarse a la experiencia de este asumir lo cotidiano desde un lugar nuevo, sino que ahora se trata de practicar una indiferencia hacia la vida y la muerte, es decir, considerar a la vida y a la muerte como igualmente válidas. Esto implica no aferrarse a la vida, sino aceptar en todo momento la posibilidad de la muerte.
En la filosofía griega sabemos que la idea de la meditación sobre la muerte era esencial. Platón habla de meléte thanátou, “meditación sobre la muerte”, el pensar todos los días sobre la propia muerte. En el Fedro hay una frase que dice: “Los que estudian filosofía se preparan para morir.” Esto explica porque Sócrates, para no abjurar de su posición, tome la cicuta y acepte la muerte antes que el destierro.
Entre los estoicos también existía la idea de la premeditatio malorum. Debían pensar todos los días en todas las posibilidades de ser asesinado por un esclavo, de sufrir una enfermedad, de perecer en un terremoto o en una batalla y estar permanentemente preparado para la muerte inevitable.
Lo que el Zen les aportó a los samurai fue, precisamente, la templanza, la sophrosýne, para enfrentar la muerte. Hay una famosa anécdota en la que Bukko, --considerado el maestro nacional del Zen, quien fundara el Templo Enryakuji--, habla con Hijo Tokimune, el líder militar de Japón en el momento de las invasiones mongolas del siglo XIII.
Miles de mongoles cruzaron el mar del Japón e invadieron esa isla que no estaba en lo absoluto preparada para una tal confrontación. Los japoneses tenían todavía un concepto muy arcaico de la guerra. Cuando llegaron aquellas decenas de miles de mongoles, les enviaron a sus campeones para pelear individualmente. Por supuesto que esta idea caballeresca de la guerra podía tener muy poco resultado en contra de hordas que peleaban sin reglas, que habían avasallado la China y que luego, llegarían a conquistar Rusia.
Como un guerrero con la responsabilidad de defender a su nación, al regente Tokimune le compete lograr una actitud de decisión, de coraje y de entrega, aún en las peores circunstancias. Y qué peores circunstancias que la masiva invasión mongola. En ese momento de decisión, Tokimune le pregunta a su maestro cómo superar la cobardía. El maestro le responde que debe buscar en ese lugar donde nace la cobardía: su pequeño yo, Tokimune que tanto ama. Si es capaz de matar a ese pequeño yo, jamás volverá a experimentar el miedo, aunque deba confrontarse al gigantesco ejército mongol.
La enseñanza del Zen consistía, precisamente, en que a través de la muerte del yo, a través de la muerte voluntaria, de la idea sacrificial de entregar la vida, uno pudiera superar todas las ataduras que provocan el miedo, la cobardía, la duda, la indecisión, etc.
¿Quienes eran entonces los samurai? Evidentemente, eran una clase de guerreros muy particulares. La palabra se origina en el verbo saburaru, que significa “servir”.
En principio, eran militares al servicio de la corte imperial. Pero su relación con la corte era muy particular, porque, en realidad, las grandes familias samurai tenían su origen en los hijos bastardos de los nobles. Como los nobles tenían gran cantidad de concubinas, producían herederos supernumerarios. La nobleza no podía inflarse en proporciones desmesuradas, y una parte de los hijos de los nobles quedaba excluida de la sucesión y de la pertenencia a la corte. Se los enviaba al Este, a combatir con la población natural de Japón, los Aínos, unos pueblos que vivían en el neolítico y que no habían podido ser sometidos más que por la fuerza.
En realidad existía una permanente situación de combate contra estos Aínos. La cultura japonesa, que se va extendiendo de Este a Oeste (desde la isla de Kyushu hacia el Kanto), va a confrontarse con estos pobladores naturales, a través de tropas comandadas por estos bastardos imperiales, que eran los primeros samurai. Acerca del combate contra los Aínos hay muchas opiniones. Algunos piensan que fue un genocidio; otros, que fue algo inevitable. Existe un profundo debate histórico. Recién en el siglo XIX un sabio japonés pudo decir: “Los aínos son seres humanos.” Hasta ese momento, no habían sido considerados dentro de esa categoría. Otro tanto pasó en la época del Imperio Romano, donde el homo humanus era el romano y el homo barbarus era excluido de toda humanidad.
Lo cierto es que los samurai aparecieron en el horizonte histórico de Japón como líderes aristocráticos de un primer ejército imperial que combatía contra los habitantes naturales de las islas. Hasta el siglo XII, aproximadamente, los nobles tenían el poder real, gobernaban y habían situado su capital en una ciudad llamada Heian Kyo, que era una copia reducida de Chan-gan. Estos aristócratas vivían poco más o menos que en una atmósfera de imitación de la cultura china del período Tang y permanecerían fijados en ese estrato de tiempo histórico cultural, separados del mundo, como estaban, debido a su función ritual. Los samurai, en cambio experimentaron una transformación importante tanto demográficamente como culturalmente pronto constituyeron una realidad nueva llamada a adoptar y desarrollar los grandes descubrimientos de la China Sung.
Después del siglo XII, los samurai cobraron tal importancia en Japón, que pudieron desplazar a los nobles y asumir el gobierno por su propia cuenta. En ese momento, la sede del gobierno fue trasladada de Kyoto a Kamakura. Ésta era una ciudad nueva, regida y habitada absolutamente por samurai. En ella, las antiguas sectas del budismo –ten-dai, shin-gon, ke-gon–, no tenían poder, no tenían sacerdotes ni monasterios en gran número. En realidad, Kamakura era una ciudad nueva, creada en un principio casi como un campamento militar (Bakufu). Fue fácil para los defensores o primeros propagadores del Zen establecerse en Kamakura y difundir sus ideas, sin competir con los otros grupos importantes y anteriores de la tradición budista del Japón.
Cuando la familia Hojo llegó al poder (en siglo XIII, aproximadamente), los monjes Zen ya se transformaron en los consejeros privilegiados de los regentes samurai. Siguieron jugando este rol prácticamente hasta el período Tokugawa, en el siglo XVII, en el que fueron desplazados por el neo-confucianismo. Entre el siglo XIII y el siglo XVII, durante casi cuatro siglos, el Zen fue la religión hegemónica entre la clase dominante del Japón, los samurai. Si hoy en día hablamos de Zen o de arte Zen es, precisamente, porque este hecho tuvo lugar. De no haber sido así, probablemente, el Zen hubiera sido considerado una secta minoritaria y casi estrafalaria en la historia del budismo. Al ser adoptado como respaldo filosófico, religioso e ideológico de los samurai, se transformó en una auténtica concepción del mundo practicada a través del arte como una estilización de la existencia de los que, hasta ese momento, habían sido rudos militares.
¿Qué les aportaba la escuela Zen a los samurai? En principio, la indiferencia ante la vida y la muerte, la capacidad de optar por la muerte en una situación donde había que salvar el honor. Pero esto podría haberlo aportado cualquier otra forma del budismo. Tanto aquellos que seguían la salvación por el Buda Amida, como aquellos que defendían distintas versiones del budismo postulaban la aceptación de la muerte. Es evidente que, para el budismo, la muerte o el suicidio no tienen la connotación negativa que tiene para los cristianos.
Pero el Zen aportaba otra cosa mas que la aceptación de la muerte: el Camino; la capacidad de transformar su método de lucha –basado en el arco y el sable– en una forma de arte de la guerra –Bugei jutsu– que constituiría mas tarde una concepción del mundo, un Ethos, definido como Bushido, cuyos supuestos transforman radicalmente la concepción tradicional de la guerra y del combate.
El Zen fue el que difundió en Japón una sabiduría espiritual según la cual lo más importante para un guerrero no era vencer a otro, sino vencerse a sí mismo. Esto permitió que, aquellos involucrados en el oficio de la guerra, pudieran tomar una gran distancia con respecto a esa terrible profesión y no practicarla de manera inconsciente.
Los maestros Zen pretendían practicar en medio de esa realidad violenta y sanguinaria de la guerra, un camino espiritual propio del guerrero. ¿Pero, es posible que, algo tan horrible como la guerra, consistente en matar a otros seres humanos, pueda ser tomado como un camino espiritual? Si y sólo si, el guerrero es transformado por la lucha, si el arte de la guerra sirve para lograr la paz. En ese sentido, si la guerra logra negarse a sí misma y transformarse en otra cosa, puede ser considerada un arte.
La noción de Camino -chino tao, dao; japonés, to, do-; estaba expresada en un ideograma que significaba originalmente, “detener la lanza”.
Mientras que la lanza era el arma de la guerra plebeya; los sables eran propios de la aristocracia porque, obviamente, el manejo de un sable requiere una preparación muy diferente del manejo de una lanza. Cualquiera puede manejar una lanza, pero muy pocas personas pueden manejar un sable. Desde la antigüedad china, un hombre armado con un sable podía pelear contra muchas lanzas. El sable era el arma del general, en el sentido de que representaba el principio de la estrategia, no solamente el acto físico de usar un sable, sino el acto de derrotar a otro por medio de un plan, es decir, una capacidad intelectual. El ideograma To, Camino, significa la forma en que el sable puede detener a la lanza, es decir, la forma en que un principio superior de la estrategia puede evitar la guerra.
El gran libro chino de la guerra, escrito por Sun-Tze, decía que un gran general no es aquél que derrota a un enemigo en varias batallas, sino aquél que gana sin combatir. Éste es el principio que el Zen quería, de alguna manera, transmitir a los Samurai: el arte de derrotarse a sí mismos y el arte de derrotar al otro sin combatir.
Evidentemente, esto ha sido muy cuestionado, porque se dice que en la época en que el Zen predominó entre los samurai, hubo un período interminable de guerras civiles en Japón. Por eso, a partir del siglo XVII el Zen fue visto por los neoconfucianistas como una filosofía nihilista, que habría sido culpable de gran parte de los hechos bélicos de la historia japonesa.
Lo cierto es que el Zen no postulaba la guerra, sino la aceptación de la guerra. Esto es una cosa completamente distinta. Creo que a ninguno de nosotros nos gustaría experimentar una guerra, pero creo que menos nos gustaría vivir una guerra y no poder asumirla. Esto sería aún peor. La guerra es un dato de la existencia humana y es un dato que debe ser aceptado. Los seres humanos no han inventado ningún tipo de recurso para eliminar absolutamente la guerra.
Heráclito dijo alguna vez que “la guerra es el padre de todas las cosas”. También, Platón, en “Las Leyes” sostuvo que “los hombres viven permanentemente en guerra contra si mismos y contra los otros hombres y que la mayor victoria de un hombre era vencerse a si mismo”.
De alguna manera, los samurai creían esto, que la guerra era la que definía la posibilidad de construir un orden. Por lo tanto, se embarcaron en una serie de guerras intestinas, hasta lograr que algunas de las casas samurai prevaleciera y pudiera establecer una paz duradera. Finalmente, en el siglo XVII, cuando Tokugawa Ieiasu logró hegemonizar a los clanes samurai, unificó el Japón y estableció un período de paz que duró aproximadamente 250 años. Tokugawa no apoyó a la escuela Zen, sino el Shushigaku, una escuela neoconfucianista dirigida por Hayashi Razan.
Es verdad que, al postular la indiferencia ante la vida y la muerte, el Zen no era precisamente una filosofía pacifista, en el sentido en que hoy la entenderíamos. Le imponía al samurai que asumiera su condición, se desprendiera de su vida y adquiriera una gran libertad en este acto de despojamiento. Aunque para el Zen esto no significa automáticamente el dejar de existir.
En muchas religiones existe la noción de muerte iniciática, una especie de muerte imaginaria o metanoia que se produce cuando un adolescente que ingresa en la vida adulta es sometido a un rito de pasaje consistente en diversas pruebas y torturas. Al atravesar por estas experiencias y morir psicológicamente, adquiere su verdadera identidad, puede recibir un nombre e ingresar en el mundo de los adultos.
Aquí me viene a la memoria un comentario de Inocencio III, quien escribió en libro primero de su Contemptu mundi: “Morimos mientras vivimos y sólo cuando dejamos de morir, dejamos de vivir”.
Morir y nacer, son los datos de la vida, la naturaleza nos prepara para nacer, pero solo la sabiduría nos prepara para morir. De esta sabiduría amarga del saber morir se nutre la vida. Ya volveremos sobre el tema, antes quisiera referirles una anécdota del Hagakure que dice así:
Una vez, el monje Daiyu de Sanshu, fue a visitar a un enfermo pero, al llegar su casa, le dijeron que acababa de morir. Daiyu no pudo contenerse y exclamó: “Esto no tendría que haber ocurrido, el tratamiento debe haber sido insuficiente. ¡Qué vergüenza!”
Como el médico estaba del otro lado del shogi, escuchó el comentario y se presentó, furioso: “Por lo que escuché, usted piensa que este hombre murió a causa de mi negligencia. Como soy un médico muy torpe, es posible que tenga razón. También he oído que los monjes son la reencarnación del Dharma y tienen todo el poder de la Ley, quisiera ver como vuelve a la vida al que acaba de morir porque, sin esa prueba, pensaré que el Budismo no sirve para nada”.
Dayu quedó desubicado ante las palabras del médico. Se puso a pensar que sería imperdonable si un sacerdote desautorizara el poder de la Ley. Por eso le respondió al médico: “Si usted quiere verlo, le mostraré cómo se puede resucitar alguien por la plegaria. Volveré en un momento”.
Marchó hacia el Templo y luego, al volver a la casa del muerto, se sentó a meditar cerca del cadáver. En algunos minutos, el hombre comenzó a respirar hasta que resucitó. Se dice que estuvo con vida durante seis meses.
Cuando el monje explicó lo ocurrido dijo: “Nuestra secta no practica ningún método de resurrección, ni siquiera conocía una oración apropiada; sólo entregué mi corazón en defensa de la Ley. Cuando volví al Templo, afilé un sable corto que había sido consagrado. Con este sable bajo mi kimono, me acerqué al muerto, lo miré fijamente y dije: “Si el poder de la Ley existe. ¡Vuelve a la vida! Estaba decidido a abrirme el estómago si él no hubiera resucitado”.

La idea de la muerte sacrificial no significa pues el desprecio por la vida. Aquí la muerte voluntaria es considerada como un recurso in extremis que pone en tensión todas las potencias del espíritu humano. Ante la situación de la muerte, el hombre saca de sí todas las fuerzas que pueda cobijar en su cuerpo y en su espíritu, es capaz de desarrollar poderes que son absolutamente extraordinarios.
En el Zen se trata de evocar esos poderes que están dormidos en nosotros, que nosotros no empleamos porque en nuestra existencia predominan la entropía, el aburrimiento, la rutina, la falta de compromiso, la falta de tensiones. Ni nuestro cuerpo ni nuestro espíritu se ponen en juego, hasta que una situación accidental nos coloca ante una disyuntiva. Entonces tenemos que sacar todas las fuerzas que hay dentro de nosotros. Esto le ocurre a una mujer que hace el trabajo del parto, o ante una situación de violencia, también ante una crisis familiar; hay un momento límite donde se juega todo, la vida y la muerte. Ahí es donde nosotros ponemos en juego todas nuestras fuerzas.
El entrenamiento Zen se basaba en hacer que las personas que vivían en un estado de entropía, de pasividad, de apatía, fueran puestas en un máximo grado de tensión, para que sacaran de sí todas las fuerzas de las que eran capaces. Por eso se enseñaba la indiferencia ante la vida y la muerte.
En el curso del entrenamiento se colocaba al alumno en situaciones de muerte imaginaria. Por ejemplo, un alumno se dirige a su maestro de esgrima y le dice que quiere aprender el arte del sable. Como es natural, el maestro lo lleva a vivir a su casa, lo adopta. El alumno se vuelve casi un hijo para él. Le da diversas tareas: lavar la ropa, hacer la comida, limpiar la casa. Así lo tiene durante mucho tiempo. No lo hace pelear, porque el arte no tiene nada que ver con pelear.
Hasta que por fin, un buen día, el alumno le pregunta al maestro cuándo va a empezar a enseñarle a usar el sable. El maestro le dice que está bien, que va a enseñarle. A partir de ese momento lo ataca por sorpresa día y noche. Mientras el alumno está cocinando, aparece el maestro y lo golpea en la espalda con el sable de madera. Cuando está lavando la ropa, va por detrás y le pega en la cabeza. Lo vuelve loco. Está durmiendo y lo ataca. Lo ataca en todas las situaciones en las que el alumno está desprevenido. Así, durante varios años, lo somete a este ataque por sorpresa permanente. Después de algún tiempo, el alumno es capaz de defenderse y esquivar los golpes en las situaciones menos esperadas.
Esto quiere decir que no se trata de aprender a matar ni de aprender a pelear. Se trata, primero, de aprender a defenderse. La primera lección para aprender a defenderse consiste en no buscar la pelea, porque es el lugar donde nos exponemos inútilmente. Por lo tanto, el maestro de esgrima no enseña a pelear, sino que enseña a hacer todas aquellas cosas útiles para la supervivencia. Cuando el otro evoca la agresión y la pelea, lo ataca, para que vea qué significa eso que él está buscando. Él está buscando que le peguen, entonces el maestro le pega. El maestro es un espejo para el alumno.
La enseñanza del Zen no significa, necesariamente, el entrenamiento militar, la búsqueda del objetivo de aniquilar al otro, ni ninguna de esas cosas. Significa, más bien, utilizar el medio de la lucha para aprender cosas esenciales, que a veces no tienen aplicación exclusivamente en la lucha. Por eso, la expresión “arte marcial” es desafortunada, porque parece implicar que, la finalidad de ese arte es la guerra, cuando la finalidad de ese arte es trascender la guerra, es decir, colocar al que se entrena en una posición que está más allá de la idea del combate. Aunque, a la vez, esté preparado para defenderse.
Alumna: Es una indiferencia que no es pasiva.
Docente: Claro, la idea es lo que los griegos llamaban ataráxia, “imperturbabilidad”. Los japoneses lo llaman isagi ioku, la capacidad de morir tranquilamente, la capacidad de entregar la vida sin miedo. Es la capacidad de entregarse a una situación, como la de entregar la vida, que no es nada favorable.
Hay una famosa anécdota en la que el discípulo de Confucio, Tsilú, comprometido en una guerra, recibe un sablazo en la cabeza. Antes de morir, se ajusta el gorro confuciano. La idea es poder entregar la vida sin intentar desesperadamente permanecer de este lado, que es lo que hacemos todos normalmente cuando nos toca morir.
Alumna: Superar el instinto de preservación.
Docente: Exactamente. El instinto de preservación es un apego. El que se apega a la vida sufre más. Hay un aforismo del Libro de la guerra de Tsun-Tze que dice así: “En la guerra, los que quieren vivir mueren y los que quiere morir viven.”
Todas las personas que han estado en una guerra relatan que cuando se entregaban, es decir, cuando no ponían cuidado de su integridad, nunca les pasaba nada; mientras que las personas que más se cuidaban y más se aferraban eran las primeras en morir. Esto es una cosa que nadie ha podido explicar, por qué las personas temerarias sobreviven en las guerras. En la Primera Guerra Mundial aparecieron unos pequeños grupos de asalto encargados de tomar las trincheras enemigas. Eran grupos de veteranos o de soldados con cierta cualidad especial. Eran los que más se arriesgaban, y eran los que tenían el menor porcentaje de bajas. Los que estaban escondidos en las trincheras morían con más frecuencia. Es una cosa difícil de explicar.
Éste es el principio del Zen: el que va a la guerra pensando en vivir muere, y el que va a la guerra pensando en morir, vive.
Sin embargo, uno no se sacrifica para sobrevivir, obviamente, el sacrificio tiene que ser auténtico. En todo caso, existía en Japón una larga tradición de muerte sacrificial. Desde tiempos inmemoriales, tanto en China como en Japón, cuando los reyes y emperadores morían, sus servidores cercanos se suicidaban y eran enterrados en la misma tumba, como prueba de lealtad. Más tarde –Confucio fue uno de los que influyó en el cambio de esa costumbre–, se sepultaban estatuas que representaban a los guerreros. Todavía se siguen encontrando algunas de estas estatuas en las excavaciones que se realizan en torno a la gran muralla.
En Japón pasó algo parecido, sólo que estas estatuillas era mucho más pequeñas y con rasgos menos evidentes que los de las estatuas chinas, pero tenían la misma función. No obstante, en Japón, el sentimiento del suicidio por luto perduró hasta el presente.
Hay algo que todavía no hemos podido explicar, por qué en Japón es tan natural que el suicidio sea expresión de una actitud ante la vida, que el suicidio sea una de las formas más habituales de comunicar algo. Michel Pinguet, que vivió muchos años en Japón, ha escrito un libro maravilloso: La muerte voluntaria en Japón. Es un estudio de la historia del suicidio en Japón.
La palabra “suicidio” es equívoca, sería mejor hablar de “muerte sacrificial” o “muerte voluntaria”. Mors voluntaria llamaban los estoicos a la muerte de Catón. La palabra latina suicidium, no es una expresión del latín clásico y aparece recién en el medioevo cristiano. “Suicidio” tiene una connotación peyorativa, se refiere a una incapacidad de afrontar la vida. Está vinculado a situaciones que nosotros consideramos de debilidad.
La Mors voluntaria, el sacrificio de la vida, servía para afirmar la sinceridad de una persona. Una expresión habitual en Japón, durante el Medioevo: makoto (koto, “palabra”, ma, “acción”, entre otras cosas), significa literalmente “hablar/hacer”, es decir, coherencia entre el pensamiento y la acción, hacer lo que se dice. Por lo tanto, la idea de cortar las entrañas, las vísceras, que es el lugar que representa simbólicamente la sinceridad. Eso que nosotros a veces llamamos “sinceridad visceral”.
En realidad, Mors voluntaria era la forma habitual de salir de una situación en la cual entraban en conflicto valores individuales y colectivos. Era una forma de evitar la vergüenza. Cuando se ponía en duda la conducta de una persona, cuando esa persona veía que entraban en conflicto lealtades individuales y lealtades del clan (como la lealtad al señor y al imperio, por ejemplo), elegía el sacrificio. Ésta era la forma de resolver esa contradicción. Evidentemente, el Zen era una concepción del mundo que no tenía ninguna objeción con respecto a esta actitud, siempre y cuando ésta fuera tomada sinceramente y en un estado de tranquilidad. No debía ser un acto impulsivo, ni un acto de desesperación. Es muy distinta la actitud de una persona que salta por la ventana, a la actitud de una persona que se suicida deliberadamente. El Zen aceptaba esta segunda posibilidad, es decir, que ante una encrucijada un hombre eligiera la muerte como salida honorable.
Por lo tanto, entre su arsenal de recursos, el Zen proporcionaba al samurai la concentración absoluta para enfrentar la muerte y cometer el acto terrible de abrirse las entrañas sin flaquear, sin dudar, sin experimentar un dolor que pudiera comprometer la limpieza de ese acto. Y esta muerte voluntaria se transformó en la prueba máxima para un practicante de Zen ¿Qué prueba más terrible que hundirse un cuchillo en el vientre y abrírselo por la mitad? De todas las pruebas a las que un ser humano puede someterse, no existe una peor. Superar esta prueba en un estado de tranquilidad, implica un dominio absoluto de sí mismo. De alguna manera, los samurai lograron acometer, a partir de esas prácticas de meditación y a partir de ese sentido de indiferencia ante la muerte, un suicidio público, sin sufrir ninguna vergüenza, es decir, sin flaquear en ningún momento.
Esto fue ritualizado en una forma llamada sepuku, el acto por el cual un hombre demuestra su sinceridad abriéndose el vientre. Este acto lo exonera de cualquier falta que pudiera haber cometido. Cualquier estupidez, cualquier error, cualquier acto reprobable queda limpiado por la capacidad de reconocer públicamente su falta en una muerte sacrificial.
Alumna: El budismo llegó al Japón en el siglo XI. Antes de eso, ¿había una clase guerrera en Japón?
Docente: El budismo llegó al Japón antes, en realidad. Teóricamente, hay una serie de movimientos culturales desde el continente a Japón que empieza en el siglo IV-V. Muchos de esos movimientos no están registrados, pero han dejado vestigios aislados. La escritura que llega a Japón desde Corea ya introduce el confucianismo y el budismo, porque ya en la cultura continental estaba unida a la práctica de la escritura una concepción del mundo religiosa. La primera reforma budista de Japón ocurre en el siglo VIII, con el primer emperador budista, Shotoku Taisho. Sin embargo, tanto el budismo como el confucianismo y el taoísmo forman parte de la concepción del mundo de la aristocracia japonesa. El desprendimiento de los samurai como una clase específica es posterior (siglos XI-XII). Pero el budismo ya existía; lo que no existía era el Zen, que es introducido posteriormente y llega a tener un impacto sobre la aristocracia recién en el período Kamakura (siglos XIII-XIV).
Estas cronologías no son muy exactas, porque los documentos de cómo llega la escritura al Japón no pueden fecharse de la manera como estamos acostumbrados en la historiografía occidental. Es más, el hecho de que Japón sea una realidad cultural formada por una migración de una gran corriente del Pacífico y de otra corriente del continente hace que haya una mezcla cultural muy importante. Desde China llegan tres grandes concepciones del mundo: el confucianismo, el taoísmo y el budismo. En China existía ya una articulación de estas tres doctrinas. De hecho, el zen es una corriente del budismo que tiene una gran influencia del taoísmo.
Alumna: Zen es una traducción del chino chan. No es autóctono del Japón.
Docente: No, no lo es. De hecho, el maestro del clan Hojo, Botan, era chino. La historia cultural de Japón es la historia de una isla en relación con la gran masa continental que es la China. Durante un tiempo, esta isla fue un santuario de pescadores, que la corriente cálida de Kuroshivo traía desde el Pacífico. Ellos poblaron las costas del Japón. Por otro lado, desde Corea llegaron pobladores que traían los valores y la cultura del continente y que se establecieron en las montañas. Éste fue un proceso muy complejo, de muchos siglos, hasta que los clanes de la montaña dominaron a los clanes de la costa. Estos clanes de la montaña creían en los “hombres dioses” (hitogami). Eran chamanes que practicaban un culto de las montañas, similar al que se practicaba en el continente y dominaron a los pescadores, las tribus Ama, que provenían del Pacífico.
Después, esta primera amalgama cultural –que dio como resultado la formación de yamato (o yamatai), según el patronímico del clan dominante alrededor del siglo III– fue transformada por nuevas migraciones desde el continente, que se produjeron en los siglos IV, V y VI, y continuaron hasta el siglo XV. Éstas eran, sobre todo, migraciones culturales relacionadas con el budismo. Se llegó a hablar del “templo bote”, porque los sacerdotes y los monjes budistas viajaban permanentemente a la China a estudiar. A su vez, los monjes chinos viajaban a Japón. En esta época existía un contacto fluido con el continente.
Ahora bien, existe un principio geopolítico que rige las relaciones de una isla con una masa continental. En un momento determinado, que tiene mucho que ver con el desarrollo demográfico, la isla experimenta una especial tendencia a la autonomía y los pobladores de origen continental confrontan su origen y adquieren una identidad propia. En este aspecto, la historia de Inglaterra en relación a Europa es muy similar a la historia de Japón en relación a China. Porque en un momento de su historia las islas, se confrontan con una alternativa: o se someten al continente o trazan una distancia. En el caso de Inglaterra y de Japón, se dio el último caso. Japón construyó un imperio antagónico y simétrico al imperio chino. La historia de Japón está marcada por esa capacidad de confrontar a China. Es un hecho que sigue ocurriendo hasta el presente.
El hecho crucial que cambió el destino de Japón fue el fracaso de las invasiones mongolas, el Kamikaze o “Viento Divino”, jugó el mismo papel que la tormenta del Canal de la Mancha que derrotó a la Armada. Las defensas naturales de las islas les permiten salir airosas ante los embates del continente. Mientras que la China fue conquistada por los mongoles y después por los manchúes, invadida por varias potencias occidentales y por el mismo Japón, este último no fue conquistado hasta el año 1945. Por lo tanto, generó una cultura propia con una identidad específica que se sostiene hasta el presente.

Con respecto al segundo tema, los samurai, sabemos que empiezan a distinguirse como un segmento diferenciado a partir del siglo XII, en la famosa guerra entre Tairas y Minamotos. Los Taira eran un clan samurai que pretendía apoderarse del gobierno, destituir al emperador y establecer un gobierno samurai. Los Minamoto se colocan a favor de la continuidad de la dinastía de Mikado, y derrotan a los Taira. A partir de ese momento, los Minamoto gobiernan y el Mikado reina, pero no gobierna, es decir, tienen una función simbólica, religiosa, ritual. El poder real está, a partir del siglo XII, en manos de los samurai. Esto continúa prácticamente hasta la época de la Restauración Meiji, 1868, donde se devuelve simbólicamente el poder al emperador y se suprime el estatuto de los samurai.
Desde el siglo XII hasta el siglo XIX los samurai fueron los que efectivamente gobernaron Japón y condicionaron toda la cultura japonesa. Los samurai adoptaron como concepción del mundo al Zen. Por ende, si no hubiera ocurrido este hecho histórico, quizás hablaríamos del zen como una secta perdida del budismo. Quizás, ni siquiera conoceríamos cuál era su filosofía.
Hay una obra muy interesante, llamada El zen y la cultura japonesa, de Zuzuki, editada en la colección Paidós Orientalia. Hace una recapitulación importante del tema. Hace algunos años yo publiqué con la editorial Leviatan un libro llamado Hagakure, una obra clásica acerca del Camino de los Samurai. Es una recopilación de enseñanzas orales, que realmente nos dan un insight de lo que era la cultura samurai. La edición que, por cierto –tiene bastantes erratas– está agotada, pero ahora lo vamos a reeditar con Biblos. Sería una buena lectura para introducirse en el tema. Yo tenía pensado trabajar con algunas partes de esta obra que es realmente emblemática.
La enseñanza que reúne fue desconocida durante mucho tiempo, porque era una enseñanza secreta que se transmitía oralmente o de forma manuscrita. Recién después de la restauración Meiji, fue editado y difundido públicamente.
Cuando, en los últimos momentos de la guerra, Japón apeló a ese recurso desesperado de los kamikaze, durante los últimos períodos de entrenamiento para esa muerte sacrificial, los pilotos estudiaban este libro, del cual sacaban valor para estrellarse con sus aviones contra los barcos americanos.
En este libro se dice algo que es realmente diáfano para entender esto que estamos discutiendo, a saber, que “el camino de los samurai es la muerte”. Si alguien pregunta qué es lo mas importante para un samurai, se le responde que es la decisión de morir rápidamente. No es la decisión de estar dispuesto a matar o a luchar. Esto es otra cosa. Cualquiera puede matar, cualquiera puede luchar; pero no cualquiera puede morir voluntariamente. Aquí se trata precisamente de ese concepto específico, la capacidad de dar la vida en cualquier momento. No se trata, solamente, de dar la vida en un acto heroico o que pueda ser reconocido, sino de dar la vida aun cuando ese acto pueda ser ignorado, pueda quedar en el anonimato o, incluso, pueda ser mal comprendido.
Hay una famosa anécdota en la cual un samurai muy respetado alquila una casucha en la capital y empieza a juntar todos los vagos y borrachos que encuentra. Se embriaga y empieza a organizar funciones de marionetas en las que el mismo oficia de titiritero. De pronto, sin explicar nada, se mata.
Todo el mundo se pregunta cómo es que Sagara Kyuma, un hombre tan leal, tan aguerrido, pudo haberse transformado en un borracho y suicidarse. La historia dice que hacía todo esto para encubrir una falta de su señor, es decir, que se sacrifica por otro hombre al que él le debía una gran lealtad.
“Los hombres son como marionetas”, dice Hagakure. En cualquier momento, se cortan los hilos y caen los pedazos rotos. Ésa es la existencia humana. El hombre tiene que estar permanentemente dispuesto a aceptar ese hecho de entregar la vida y caer como una marioneta, y no sólo como un héroe, sino caer a veces, en la situación más desafortunada.
Porque la lealtad es concebida aquí como una lealtad secreta, no como una lealtad ostensible, ni proclamada a voces. Hagakure ni es la primera frase de un antiguo poema del monje Saigyo y quiere decir “oculto entre las hojas”. Se refiere a un poema que habla de las pocas flores del cerezo que perduran al abrigo del viento. Las flores del cerezo, que florecen y rápidamente son arrancadas por el viento, son el emblema del samurai. El libro dice que en una época de decadencia, son pocos los hombres dispuestos a dar la vida. Entonces, aquí se habla de la noción de la lealtad secreta, que es equiparada al amor secreto. Es comparada con el amor de un amante que toda su vida guarda el secreto del amor que nunca puede consumar. La lealtad del samurai es así: es un amor secreto hacia el señor, aquél a quien él debe lealtad, que nunca se consuma. No tiene que con el erotismo, sino con esa noción que los griegos llamaban ágape, un amor que no es carnal. Ese amor se manifiesta en el momento en que las circunstancias lo requieren. Aquellos hombres que parecían letárgicos, con poca iniciativa, con poco interés, en una situación crítica son los primeros en dar la vida, porque su lealtad es secreta y no proclamada a voces.
Alumna: Washington está lleno de cerezos regalados por Japón. ¿No serán un recuerdo de los samurai?
Docente: La flor del cerezo representa el espíritu del samurai. La expresión waka-jini, “muerte joven”, es la muerte del héroe. Existen vidas que son una negación de la vida y existen muertes que son una afirmación de la vida. La idea de la muerte está vinculada a la idea de sentido. Si nosotros encontramos un sentido en la muerte, ésta no es inútil. Si vivimos y nunca encontramos un sentido, eso es más triste todavía. Los samurai habían encontrado un sentido, que nosotros podemos no compartir. Evidentemente, vivimos en otra cultura y tenemos otros valores. Nuestra visión cristiana del mundo sostiene que el suicidio es la peor de las faltas que puede cometer un ser humano.
La idea que el Zen enseñaba a los guerreros era que toda persona que va a la guerra va a morir. La guerra es un lugar donde la gente muere. Platón dice en las Leyes: “Sólo los muertos ven el fin de la guerra.” Quiere decir que uno no entra a una guerra si no está dispuesto a llegar a las últimas consecuencias. Por ende, la guerra es el último y el peor recurso. Para ellos la guerra era una condición natural.
En Occidente, como ya lo he dicho existió una clara diferencia conceptual entre mors voluntaria y suicidium, este ultimo término apareció en el medioevo cuando la moral cristiana era hegemónica, la idea del sacrificio era reservada a la figura de Cristo, a lo sumo extensible a los primeros mártires, por lo tanto el suicidio nunca fue una forma de expresión lícita.
Por el contrario, en el Japón, la muerte sacrificial era la actitud propia del hombre de honor.
Alumna: ¿Esto no rigió en China?
Docente: En China existió en un lejano pasado la idea de que los soldados se autoinmolaran con los reyes. Después, Confucio fue uno de los que transformó esa idea y a partir de ese momento se enterraban las estatuas que sustituían a los soldados.
Lo cierto es que, así como los esquimales tienen diez nombres para la nieve, los japoneses tienen entre diez y quince nombres para la muerte voluntaria. La significación del suicidio para ellos es completamente distinta a la nuestra. Ellos ven en esa forma de muerte el despliegue de una serie de valores existenciales muy altos. A nosotros nos cuesta entenderlo, porque para nosotros todos los valores consisten en prolongar la vida.
Alumna: Hay gente que se inmola por sus ideales.
Docente: Sí, pero en Japón la muerte voluntaria expresa algo, provee un mensaje y un sentido. Es una forma de decir algo. Todos los suicidas tratan de decir algo, pero en este caso lo que se dice es mucho más claro, porque está codificado. Los samurai se regían por un código, el bushido (bushi, “caballero”; do, “camino”). Dentro de ese código, la sinceridad era esencial. Y la muerte era considerada como una expresión de la sinceridad. En el mausoleo donde reposan los restos de Sugawara no Michizane está escrita una leyenda que dice más o menos así: “Como la vida es un simulacro, la muerte es la única sinceridad”.
Mishima dijo en su ensayo sobre Hagakure que, la muerte es el último e inconfundible punto que se coloca después de una frase, que es la vida. Entonces, si entiendo la muerte no como el mero hecho de quitarse la vida, sino como una forma de escribir algo, de decir algo, puede tener un sentido diferente. Mishima tiene un ensayo muy interesante sobre este libro, Hagakure. De hecho, fue su libro de cabecera. Se llama, “Mi Hagakure”, y está editado en inglés por Penguin.
Cuando Mishima se suicidó, dejó una carta en la que decía: “La vida humana es limitada, pero yo quisiera vivir eternamente.” En este tipo de suicidios hay una voluntad de trascendencia. No es un suicidio de desesperación, sino que hay una voluntad de decir algo. De hecho, el mismo día que terminó su novela y la dejó preparada para su editor, se suicidó. Fue a ese teatro que eligió para protestar contra la ocupación americana y se quitó la vida. Hay una gran cantidad de escritores japoneses que se han suicidado.
Alumna: ¿No será que de esa manera tienen el control para terminar su vida en un buen momento?
Docente: Hay una historia muy clara. Un entrenador de baseball tuvo una temporada muy desafortunada. Su equipo perdió varios partidos y él se sentía responsable de lo que estaba pasando. Un día, la mujer lo llama a su oficina. Él, en lugar de decirle “hasta luego” le dice “adiós”. La mujer vuelve a llamar, pero nadie contesta: el hombre se ha tirado por el balcón. Es la forma de hacerse cargo de su responsabilidad, porque su equipo perdió demasiadas veces. Una persona que comete un error, debe pagarlo con la vida; ésta es la idea.
En muchas culturas antiguas, una vida se pagaba con una vida. En Japón, evidentemente, esto tomó otra dimensión. El Zen le dio, a su vez, una calidad diferente, al crear las condiciones para que el hombre que se quitaba la vida no flaqueara, no dejara traslucir ningún apego ni dolor y lograra este acto increíble de abrirse el vientre con sus propias manos.
En este libro encontramos muchas experiencias relacionadas con esta idea. Por ejemplo, el hecho de que todas las mañanas, al levantarse, uno deba pensar en todas las formas posibles de morir, deba recorrer mentalmente todas las alternativas posibles de la muerte y vivir cada día como si fuera el último, cada momento como si fuera el último. Esto también se encuentra en Séneca, la premeditatio malorum, pensar en todas las formas posibles de la muerte y sentir que la muerte es la última forma de libertad.
Cuando Lucilio le pregunta qué es la libertad, Séneca le dice: “¿Ves esa cuerda que cuelga del árbol? Eso es la libertad.” Es decir, existía entre los estoicos una noción parecida de que aquél que es capaz de enfrentar la muerte es capaz de sostener su posición, sus valores, etc. El que tiene miedo a la muerte no puede enfrentar ninguna situación crítica.
Alumna: Es una idea totalmente diferente. La muerte no es una idea melancólica hacia el futuro. La pregunta es en qué actividad te gustaría que te encontrara la muerte. Eso apuesta al presente, a valorar la actividad que uno está realizando.
Alumna: Y apuesta a la libertad de elegir.
Alumna: Los héroes tenían que morir jóvenes, ése era el ideal de heroísmo y de juventud.
Alumno: Muchos guerreros del Zen se hacen el harakiri.
Alumna: Me gustaría que hablara un poco más sobre la idea de transformación de la lucha en arte.
Docente: Confucio dice que el principio supremo es “vencerse a sí mismo y orientarse hacia la ley de la belleza”. Platón, en LasLeyes, dice que la vida es una guerra y que la peor guerra es la que libramos contra nosotros mismos. No hay peor victoria ni peor derrota que la que nos imponemos a nosotros mismos. Esta misma idea estaría en la transformación de una pura técnica de lucha, jutsu, en Camino, Do; cuando las artes de guerra bujutsu se transformaron en Budo. De una pura capacidad militar se vuelven un camino espiritual.
Hay muchas instancias de esto. Está la famosa anécdota del guerrero que un día entra en un monasterio shin-to con su caballo. Lo baña en la fuente del monasterio pero, de pronto un rayo lo fulmina. Comprende que ha cometido una transgresión y para expiar esa afrenta a la divinidad, se encierra en el monasterio a realizar las austeridades, gyo. Como es un guerrero, empieza a practicar solo con su sable. No hay ningún enemigo cerca, es más, no hay nadie, esta solo en el Templo. Entonces, empieza a desarrollar la idea de la práctica solitaria con el sable, hitorigeiko que, después será llamada Iai-do.
Es el desarrollo de la idea de que uno pueda pelear contra sí mismo, porque ya no hay más enemigos, el enemigo está adentro. A través de ese método de la repetición constante y prolongada del mismo acto Fuku, el samurai, trasciende el sentido original de ese mismo acto. Si yo doy uno, mil, un millón de golpes con la espada luchando contra nada, llega un momento en que el propósito original –abatir a un enemigo– se pierde, y el acto se transforma en un fin en sí mismo. Una experiencia pura que limpia al sujeto de las intenciones impuras.
Al mismo tiempo, la esgrima fue asociada a la caligrafía y se creó el principio de bunbu-ryo-do, “el doble camino de la pluma y el sable”, a través del cual el guerrero tenía que practicar ambas disciplinas alternativamente. El sable adopta pues el mismo principio de la escritura, la repetición de la forma, la concentración absoluta en el trazo del mandoble que inscribe su signo en la vacuidad. Iai nuki cortar la vacuidad.
Al mismo tiempo se trataba de copiar y copiar los ideogramas sagrados que representan otros tantos principios filosóficos, hasta que, de copia en copia, la escritura se transformaba en una pintura. Éste es el arte del Shodo, que consiste en pintar un solo kanji con una fuerza y con una libertad tales que produzcan un acontecimiento estético.
Por lo tanto, a través de la introducción de valores estéticos en las artes militares, éstas se transforman en una práctica espiritual y religiosa, como es la que hoy en día se trata de perpetuar en el iai-do.
En el Zen se habla del sable que mata satsu jin no ken y del sable que da vida katsu jin no ken. Un sable sirve para matar, pero el mismo sable, en manos de otro hombre, sirve para dar vida, es decir, sirve para un propósito espiritual.
Hay una anécdota acerca del maestro Bokuden quien va atravesando un río en un barquito donde un samurai hace alarde de su fuerza y de los hombres que ha matado. Es una especie de patán arrogante. Mientras tanto el maestro, un poco distraído, no presta atención a lo que dice este hombre. El patán se irrita y lo provoca a una pelea. El maestro le responde entonces que su arte no consiste en derrotar a otros. El patán lo desafía: “Vamos a ver su arte. Vamos a tener un duelo en esa isla.” Cuando llegan a la isla, el otro salta y saca el sable. Bokuden se ha quedado en control del barco y con un golpe de timón lo abandona en la isla. Su arte consiste en evitar el combate.

Con respecto a otro tema importante, la coexistencia de diferentes grupos y sectas del Budismo en Japón existe un principio: cada secta budista fue adoptada por un grupo social, el tendai y el shingon son para la nobleza, el zen es para los samurai, el jo-do es para el pueblo. Es decir, cada corriente, de alguna manera, expresa en sus formas, en su concepción del mundo, la perspectiva de los distintos grupos sociales que existen en Japón. Estamos señalando aquí algo obvio: para los samurai no existió otra forma de budismo más importante que el Zen, a pesar de que el Amidismo también fue muy importante, Recordemos que, la creencia en el Buda Amida fue otro de los grande movimientos del budismo.
Consistía en la creencia de que, mediante una invocación llamada nembutsu, Namu Amida Butsu, “Salve el Buda Amida”; se podía obtener la redención y resucitar en el paraíso del Oeste, esto es, se podía pasar a un estado de gracia más allá de la vida. Esta creencia fue muy importante para los samurai. De hecho, durante mucho tiempo, la creencia en Amida estaba mucho mas difundida que el Zen.
Después, el Zen reclutó adeptos entre aquellos que creían en Amida y que practicaban ambos caminos. En realidad el Amidismo es lo mismo, pero más simple, más elemental. Dice que si yo, en el momento de la muerte, invoco el nembutsu, puedo salvarme automáticamente.
Esto se aplica ante cualquier situación límite. Es la famosa imagen del hombre que tiene que cruzar un río torrentoso. La vida debe ser vivida como un permanente cruzar el río. Para hacerlo, hay que pedir la ayuda del Buda Amida. Es muy parecida a ciertas creencias cristianas, donde la invocación y la idea de la salvación milagrosa son tan importantes.
Estos sacerdotes de Amida estuvieron muy cerca de los samurai durante mucho tiempo; iban a los campos de batalla a darles la extremaunción a los moribundos. Cuando después una batalla quedaban tendidos sobre el campo cientos y a veces miles de moribundos, estos sacerdotes los confortaban con la idea del nembutsu.
El Zen se relacionó mucho con esta idea en su implantación en Japón. Las creencias en Amida y las creencias del Zen tenían vasos comunicantes.
Lo que nosotros conocemos del Zen en China nos hace pensar en una corriente muy sofisticada del Budismo, porque exige una serie de operaciones mentales que son de una gran complejidad. No era, evidentemente, una cosa asequible al común del pueblo, aunque se dice que Hui nen era analfabeto –cosa que resulta un tanto difícil de creer– pues entendía el Sutra del Diamante, formulado en chino mandarín. El entrenamiento Zen –que implicaban las preguntas y respuestas, la dedicación, la meditación, la investigación– no era algo popular, mientras que la creencia en Amida era muy simple, porque se basaba en un solo principio: la invocación.
El Zen tomó ese dato de la creencia en Amida y también intentó simplificar al máximo su expresión, siguiendo la idea de Hui nen con la noción de Mushin, “la mente de la no mente”, “la mente vacía”, “la mente en la vacuidad” y todas las expresiones que usamos para traducir esto que es intraducible.
Se trata de un estado de conciencia que se entregue a los datos de la experiencia, sin discriminar, sin pasar por la instancia del juicio. Evidentemente, para el samurai es muy importante no discriminar, porque en una situación de vida o muerte no hay tiempo para pensar. Si uno, en una situación de vida o muerte, dudara, elegiría la vida, porque el instinto de conservación nos dice que, pase lo que pase, queremos vivir. La práctica del Zen consistía en sobreponerse a este instinto, en ser capaz de elegir la muerte e, incluso, preferir la muerte, en una encrucijada. Se consideraba que en la muerte no había deshonor.
Ésta es una perspectiva que nos cuesta entender ahora, porque la práctica del Zen, en la actualidad, está determinada por una situación cultural y social totalmente distinta. Las personas que practican el Zen, evidentemente, no tienen ningún tipo de relación con la vida y la muerte, en términos de riesgo. Son personas de clase media que eligen el Zen como una terapia o como una forma de mejorar su calidad de vida. En la antigüedad no existía nada de esto. Practicar el Zen significaba confrontarse a una situación de vida y muerte, porque el maestro o la orden en cuestión, provocaban condiciones iniciáticas, de manera que la persona que quería adherir a esa práctica debía pasar por pruebas terribles. Aun actualmente los que se ordenan en el budismo Tendai tienen que pasar por una iniciación que consiste en alimentar, durante tres días, la caldera del templo. (Meten al iniciado adentro de un cuarto donde hay un gran horno. Y el iniciado debe permanecer echando leña dentro de esa caldera). Esto provoca una muerte iniciática, porque es inevitable que esta persona se desmaye o se sienta al borde del colapso, a causa de la elevada temperatura y la deshidratación. Antiguamente, se consideraba que para entender el budismo había que sufrir una muerte iniciática. Esto tiene que ver con la creencia budista de que en una vida hay muchas vidas y muchas muertes, y no sólo una, y de que el hombre, como la serpiente, cambia de piel y renace varias veces.
Alumna: Me parece curioso que, al mismo tiempo que la persona se disuelve, el gesto sea tan soberano y de tanta autonomía. ¿Cómo es la posición subjetiva?
Docente: La fuerza no viene del “yo”. Cuando los japoneses dicen “yo”, se señalan la nariz. Decir “yo” es como hablar del pequeño ego, es algo desvalorizado.
El Genjo-koan dice que estudiar el budismo es estudiar el yo. Y estudiar el yo es olvidarse de uno mismo. No hay contradicción porque, en realidad, el acto de la muerte supone la aniquilación del yo. Para poder morir, hay que, primero, haber aceptado que uno no es el principio del universo, sino que uno es algo absolutamente transitorio, excéntrico, aleatorio.
Recordemos lo siguiente: en Japón, cuando uno dice el nombre, primero dice el nombre de familia y después dice el nombre propio. Por ejemplo, Hojo Tokimune. Entonces, no hay que entregar la vida por Tokimune, sino por Hojo. Tokimune no importa, es el yo. Lo que importa es el nombre de la familia. Lo que un hombre deja es su nombre de familia y su respeto del nombre de su familia. La decisión de la muerte viene, precisamente, por no manchar el nombre familiar.
Alumna: Es un gesto de maestro, de concentración, más allá de que la justificación sea el legado. Es imposible, desde el horizonte de Occidente, no pensar en un gesto de posesión de sí, de dominio de sí.
Docente: Precisamente, para el budismo, dominio de sí es la capacidad de aniquilar al ego. Ése es el primer acto de dominio de sí.
Alumna: Entonces, no es un lugar subjetivo borrado.
Docente: No, seguramente que no. Aunque, la verdad es que no lo sé.
Alumna: Cualquier persona que esquíe sabe que la forma de no matarse es tirarse al vacío.
Docente: La señora está planteando, desde el punto de vista filosófico, la posición del sujeto. ¿Cómo es que, si, aparentemente, hay una tachadura del sujeto, el sujeto finalmente es tan fuerte y tiene tanta autonomía. Pero es difícil comprenderlo desde nuestras categorías.
Alumna: Pero no es la lectura que hace el cristianismo del suicidio, como resignación.
Alumna: Todo eso está inscripto en un orden social.
Docente: Recordemos que toda sociedad guerrera sostiene un fuerte principio de individuación. Esto es lo contradictorio en Japón. Evidentemente, el clan es muy importante, la existencia colectiva es muy importante, pero el agón, la competitividad permanente entre los samurai, hacía que la individuación fuera muy fuerte. Ahí vino el Zen, para romper con eso.
Cuando Bukko le dice a Tokimune: “¿Dónde está tu cobardía? En ese pequeño yo, Tokimune.” Le está diciendo que para superar ese miedo a la cobardía, lo primero que tiene que hacer es cortar el yo. La pregunta es si el sujeto es el yo o si el sujeto está en otro lado.
Hay un principio del budismo que dice que todas las cosas de este mundo son combinaciones transitorias y que la posición del que conoce esa ley de la impermanencia, Mujo, es la posición de quien contempla el cambio, Mujokan; contempla lo que permanentemente se está transformando. Desde esa concepción del mundo, la muerte adquiere un valor totalmente distinto. Nosotros vivimos según la noción griega de sustancia, que supone la existencia de cuerpos y vacío. Vivimos en un mundo sólido que parece ser eterno, porque acumulamos objetos, ahorramos y vivimos en una sociedad materialista. Para nosotros, las cosas perduran, aparentemente, de generación en generación. Para los budistas, no. Todo lo que en este momento existe puede desaparecer en un santiamén. Todo está cambiando. Por lo tanto, la idea de la vida y la muerte también es totalmente distinta. La vida no corresponde para nada a un hecho permanente, ni a un hecho que pueda ser guardado, acumulado, atesorado.
Alumna: Entonces, la idea de lo heroico tendría que ver con repetir un arquetipo, porque no hay memoria.
Docente: En absoluto, tomen el ejemplo de los campeones japoneses contra las masas de los ejércitos mongoles. Los mongoles aparecían por millares y los japoneses les mandaban un hombre solo. Ese hombre decía: “Yo soy tal, descendiente de tal. En la batalla tal hice tal y tal cosa. Y acá vengo a desafiar al otro campeón.” Por supuesto, le llovían un millón de flechas y se iba hecho un alfiletero. Esa declaración de identidad es namae wa, el nombre, lo mas sentido. El campeón, primero, declara su nombre, declara quién es. Su nombre es el nombre de su clan. Lo fuerte es este dato: que pertenece a ese clan y no puede violar su memoria. Como individuo, él no es nada, es un grano de arena. Lo importante es lo que él sostiene como memoria.
Alumna: Su acto no va a modificar nada, sino que va a repetir un arquetipo.
Docente: Exactamente. Su acto es una repetición de un hecho arquetípico. Precisamente, es una muerte ritual, porque él muere como sus ancestros ya murieron. No crea nada nuevo.
Alumna: Pero muere con honor.
Docente: Por supuesto. Es la base de la muerte del arquetipo. El sepuku, el harakiri, en realidad fue un hecho emblemático acometido por uno de los Minamoto después de sublevarse contra los Taira. Había quedado un único Minamoto al servicio de los usurpadores, fingiendo sumisión y preparando el resurgimiento de su clan. Cuando se declara la guerra entre ambos bandos, Minamoto Yorimasa estaba en el campo enemigo. Después de una famosa batalla en el rio Uji, queda cercado y es el primero que se abre el vientre para no caer en manos del enemigo. Este hecho se vuelve paradigmático. Se abre el vientre por el honor de los Minamoto. Él no es más que un Minamoto. Quiere establecer que los Minamoto no se van a rendir y van a pelear hasta la muerte. Todos los samurai toman ese hecho como emblemático, y repiten la muerte de ese Minamoto. De la misma manera que él se mató, todos los otros se matan abriéndose el vientre. Ésta es la configuración de un rito. Como dice Mircea Eliade, el rito es la repetición de un hecho arquetípico. Es volver a poner en juego una situación arquetípica, repetirla y, de alguna manera, abolir el tiempo. Es sostener que hay una misma actitud, más allá de los acontecimientos.
Alumna: Me gustaría que desarrollara algo acerca del koan.
Docente: La primera reunión hablé de que existía en el Zen una forma de combatir la tendencia a producir juicios, a discriminar. Por lo tanto, las preguntas típicas de los alumnos: “¿Qué es el Zen?” o “¿Por qué Boddhidharma llegó a China?”, obtenían siempre una respuesta paradojal: una patada, un golpe, un comentario divergente, etc. De alguna manera, el koan tiene que ver con esto, con una forma de usar el lenguaje que no implique ni juzgar, ni discriminar, ni conceptualizar. En realidad es un juego del lenguaje para romper la matriz de sentido con la que habitualmente pensamos. La escuela Rinzai, que proviene del famoso maestro chino Li Chi, se basaba, precisamente, en esta idea. El intercambio entre el maestro y el alumno era llamado mondo, y el koan era una de las coronaciones del mondo porque, de alguna manera, consistía en un objeto de meditación. El koan más célebre es Mu. Casi todos los que han seguido el entrenamiento Zen se han confrontado con este koan.
Hay una anécdota acerca de un sacerdote metodista que va a hacer un entrenamiento a Japón. Todos los días, después de largas jornadas de trabajo en la cocina, en el campo, la meditación, en fin, todo lo que pasa en un monasterio, se encontraba con su guía espiritual. A cualquier pregunta o comentario que él le hacía, el otro le contestaba siempre con una sola palabra: Mu.
Así pasan los meses. Este hombre se somete a pruebas cada vez más difíciles. Hasta que al final hace una meditación que dura varios días, no puede dormir; se siente mal, casi enfermo y empieza a acumular un odio contra este japonés que siempre le dice esa misma cosa insípida: Mu.
Un día cuando lo va a ver, está fuera de sí: cansado, agotado y encolerizado. Llega a pensar en golpear a su guía espiritual que le parece un bluff. Pero ese día, el maestro lo mira y por primera vez, le habla en inglés: “Se siente enfermo.”...
“.. sí”.
“No hay ninguna diferencia entre la salud y la enfermedad.”
Cuando escucha esto último, el americano siente un alivio y logra terminar su práctica.

Mu quiere decir muchas cosas, pero en principio puede querer decir, simplemente, “no”. Si a cualquier cosa que el alumno pregunta, el Maestro le dice “no”, lo coloca en una negación relativa de todos los juicios posibles. Hasta que llega un momento en que el alumno se cansa de preguntar o de formular de esa manera sus ideas. Al final de todo, puede no discriminar entre lo que significa estar enfermo y estar sano, es decir, entre cualquier cosa y cualquier otra.
Yo había contado la anécdota del yogi, que cada mañana al levantarse se hacía abluciones en la nariz repitiendo: neti, neti (“ni esto, ni aquello”). Éste es el propósito del koan, lograr un estado y una forma de pensamiento que no se base en la discriminación. Es difícil explicar lógicamente algo que no tiene que ver con nuestra lógica. El koan es un ejercicio mental y práctico, a través del cual se busca despertar a ciertas realidades que no pueden ser verbalizadas ni conceptualizadas. Esto lo sabrán los que hayan vivido esa experiencia. Yo, simplemente, explico esa idea. No he vivido ninguna experiencia que me permita decir que he comprendido esa realidad, no hago más que describirla.

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Mensaje  Gabriel_Sarando Vie Feb 19, 2010 7:34 pm

Zen en el Arte y la Cultura del Japón III

La tarea que voy a intentar es la de referirme a la poesía del Japón en relación al Budismo Zen, un tema que, como uds. bien lo saben, supera las posibilidades de cualquier expositor. Por lo tanto, seguiré aquí los desarrollos de mi libro “Dioses, magos y marionetas”, en particular, aquellos del segundo capítulo, titulado: “La escritura en el Espejo”.
Hay un dato muy importante para comprender el origen de la escritura poética en el Japón o, mejor dicho, “el país de Wa”, --tal como era llamado por los chinos en las crónicas de Wei, en el siglo IV después de Cristo--, era una cultura oral, que no conocía la escritura.
El valor de la palabra antes de la escritura es muy particular y muy diferente al que adquiere después de ser sometida al grafismo. Los antropólogos saben que en las culturas orales, la memoria es mucho más poderosa que en las culturas escriturales. Por ejemplo, en la Polinesia, se ha hecho la experiencia de leerles la Biblia a cierto tipo de nativos que vivían en “sociedades frías”, sin escritura. Después de dos o tres lecturas, esas personas pueden recordar de memoria, textualmente, capítulos completos de la Biblia, o quizás la Biblia en su totalidad. Es algo que está todavía en investigación.
Como dijo Lewis Munford, por cada tecnología que el hombre inventa pierde alguna de sus facultades naturales que es sustituída por un dispositivo artificial. La escritura, que es la tecnología para guardar en la memoria datos simbolizados por el signo gráfico, implica, paradojalmente, una pérdida de la memoria que existía en el período oral.
Los habitantes de Wa tenían una tradición oral muy rica pero se vieron forzados a trasliterarla, traduciéndola a otras lenguas, básicamente, al chino y al sánscrito. Esto implicó un proceso muy complejo de reproducción de cierto tipo de sonidos a través de una escritura ideogramática, que estaba vinculada a otro tipo de fonética, a la fonética china. En ese proceso –que es muy largo, porque va desde el siglo IV hasta el siglo XII–, los japoneses fueron elaborando su propia lengua escrita. Pasaron por varias etapas: la etapa conocida como kanbum, la escritura de fonemas japoneses a través de ideogramas chinos, a los que se les atribuye un valor fonético nuevo; la etapa del manyogama, donde la escritura poética introduce nuevos valores semánticos y escriturales, la etapa del hiragana, donde es esencial la influencia del sistema fonético creado a partir del sánscrito. Esta serie de transliteraciones, dió como resultado un sistema escritural muy complejo, porque articula varios sistemas de signos y realidades fonéticas muy diferentes. Por ejemplo, para significar “ilusión”, emplea una palabra china: gen, pero en la lengua de Wa este mismo significado se articula con el significante: maboroshi. En realidad un significado tiene significantes que remiten a campos semánticos diferentes, por lo tanto, hay que conocer las dos lenguas para poder escribir bien en japonés.
Más allá de este problema escritural tan complejo, hay otro dato importante que es necesario tener en cuenta . La cultura ancestral del país de Wa se había originado en un shamanismo matriarcal. La reina de ese antiguo reino mítico era llamada Himiko, una mujer chamán –o miko-- que tenía, ostentaba el don carismático de la “palabra espíritu”, kototama --de koto “palabra” y tama, “espíritu”--.
La palabra tenía un valor muy particular en la cultura arcaica del Japón. Era una “palabra poder”, una palabra cargada de sentido mágico. Un sonido podía captar el alma de las cosas. Esto es muy importante. La relación de la mujer con la palabra estaba revestido de misterio. Precisamente, al ser un sistema matriarcal, el uso de esta “palabra poder” estaba en manos de las mujeres, que eran las especialistas del trance, del chamanismo y de todos aquellos rituales que permitían la comunicación con los muertos.
Cuando el confucianismo entró en el Japón, a través de esos primeros emigrantes chinos y coreanos que introdujeron la escritura y las ideas confucianas y budistas, los primitivos habitantes del Japón se confrontaron con una cultura netamente patriarcal, donde el rol de la mujer era opuesto al que ellos conocían. La hegemonía del chino como lengua escritural, implicó también el predominio de los valores patriarcales confucianos y, por lo tanto, un desplazamiento de los valores matriarcales del período oral.
Esto hizo que la lengua japonesa original fuera hablada por las mujeres, mientras que la lengua oficial hablada por los hombres era el chino. Podemos comparar el chino con el rol que tenía el latín en el Medioevo. El latín era la lengua culta; todas las cosas importantes se escribían y se decían en latín. En Japón, el lenguaje de la corte era el chino. Los hombres se expresaban en chino, con motivos e ideologías provenientes de China, a saber, el Confucianismo.
El Confucianismo, tenía un canon muy estricto acerca de los sujetos literarios, la historia, los ritos, la política, eran dignos de ser conservados en la memoria escritural, pero no ocurría lo mismo con los sentimientos individuales. Esto hizo que, desde el principio, la lengua oral –el japonés--, fuera vehículo de la expresión de lo privado; mientras que la lengua escritural –el chino-- fuera el vehículo de expresión de los asuntos públicos.
Al ser las mujeres las portadoras de la lengua, en este contexto de habla y de praxis lingüística, fueron las que quedaron del lado de la expresión de lo privado. Por eso, tuvieron un rol tan importante en el desarrollo de la expresión poética, a tal punto que el sistema escritural desarrollado por las mujeres y los monjes budistas –que tomaba símbolos del sánscrito para traducir los fonemas japoneses, conocido como hiragana; era llamado también onade, “mano femenina”.
Esto llevó a una situación tan paradojal que los primero hombres que quisieron escribir expresiones del tipo del diario o relacionadas a lo íntimo y a lo poético llegaron a adoptar nombres femeninos para hacerlo, tal fuel caso del célebre Ki no Tsurayuki.
El nacimiento de la literatura intima, estuvo marcado por la aparición de un tipo de correspondencia poética en la cual la mujer se comunicaba con su pretendiente o con sus amigas para expresar sus sentimientos íntimos. Esto dio lugar a unos poemas muy breves, llamados tanka, donde, en unas pocas líneas, se podía expresar una situación emocional con absoluta sinceridad.
Los hombres adoptaron este mismo método para comunicarse con las mujeres en los términos del epistolario amoroso. Por lo tanto, todo el repertorio original de la poesía surgió alrededor de la expresión en hiragana a través del breve poema o tanka.
Entonces, desde la idea de una palabra maná, una palabra mágica, dominada por la mujer, hasta la primera expresión escritural onade, el desarrollo del tanka y la sensibilidad privada, la sensibilidad femenina predominó en la formación de la literatura japonesa. Ésta es una tesis de Donald Keen, que quizás a los japoneses les resulte difícil de comprender desde esa perspectiva. Porque, en realidad, aquello que Keen llama “sensibilidad femenina” es, bajo todo punto de vista, la sensibilidad Budista.
Entonces, si bien es una expresión necesariamente femenina, puesto que la mujer jugó un papel esencial en su desarrollo, ella tiene que ver con el tipo de sensibilidad que el budismo propone, bien sea con respecto a los sentimientos íntimos o a la esfera de lo privado.
Estas sensibilidad están dominada por una idea central del Budismo: el cambio; la transitoriedad de todas las cosas –mujo--. Todo cambia, todo se transforma permanentemente, este instante sucede a otro disolviéndose en la eternidad del tiempo.
Mujokan, significa “contemplación del cambio”, y esto sería, esencialmente, la poesía desde el punto de vista budista, la capacidad humana de atrapar en unas pocas líneas un “momento eterno”.
Es el momento donde logramos capturar esa imagen, esa sensación, esa emoción que adquiere un valor universal, porque todos los hombres se reconocen en ese tipo de sentimientos: una puesta de sol, un amanecer, una despedida, extrañar a un hijo o a un amante, perder a un ser querido, etc. Todo el repertorio de posibilidades en que la emoción humana testimonia el cambio de las cosas y la melancolía que esto provoca fue representado en una estética de la impermanencia.
En el siglo XI un famoso poeta, Ki no Tsurayuki, explicó las razones por las cuales los seres humanos escriben poesía
Cuando miran las flores del cerezo esparcidas en una mañana de primavera; cuando escuchan el caer de las hojas en una tarde de otoño; cuando suspiran sobre la nieve y sobre las olas que se reflejan cada año en sus espejos; cuando se sobrecogen al meditar sobre la brevedad de la vida, al ver el rocío sobre la hierba y la espuma sobre el agua; o cuando ayer todo orgullo y esplendor, se ven caer de la fortuna a la desgracia; cuando después de haber sido profundamente amados, se los olvida.

Según Donald Keen, este canon de la inspiración poética es netamente femenino. Está calcado de los poemas que escribían las mujeres. La idea está reafirmada por el hecho de que el propio Tsurayuki, cuando decide escribir un diario empieza así: “Me dicen que los diarios son cosas escritas por hombres; no obstante, estoy escribiendo uno para ver qué pueden hacer las mujeres."
Ustedes me dirán que este hombre no conocía bien su género o quería cambiarlo. Pero, en realidad, es un recurso literario. Más allá de la discusión sobre el tema de la identidad, el hombre quiere tener la licencia poética de disfrutar de la sensibilidad privada que es propia de la mujer y de expresarse en el tipo de lenguaje que es propio de la escritura femenina. Si escribiera como un hombre, tendría que ocuparse de la política o de la historia y no podría referirse a las cosas íntimas.
Este dato es importante, de alguna manera reafirma la tesis de Keen acerca del predominio literario de la sensibilidad femenina. Las grandes novelas que se escribieron en Japón durante el mismo período –Heian--; Genji monogatari, Makura no zoshi, fueron escritas por mujeres.
Si nos retrotraemos al origen del rol de la mujer como portadora de una palabra mágica, tenemos que entender que, de alguna manera, esta tradición oral de la primera cultura japonesa entró y rompió los moldes del chino provocando la expresión original de lo que hoy en día llamamos literatura japonesa o poesía japonesa.
Es interesante que en esta época también se llama a las damas de la corte kotoba ona, es decir, “mujeres de palabras” o “mujeres portadoras de las palabras”, porque realmente ocupaban un rol privilegiado en cuanto a la expresión escrita. Aquí, nuevamente, se perpetúa el trazo de la cultura anterior. Asimismo, la mujer shamán que dominaba la cultura de Wa, Himiko, se perpetúa en la sacerdotisa del Shinto, llamada aún actualmente, Miko. Ella sigue siendo el vehículo privilegiado de la comunicación con el más allá. Cuando hay que realizar un exorcismo, hablar con un muerto o convocar a un espíritu, se busca a una mujer medium, es decir, a una Miko. Ella posee aún la palabara mágica que le permite conectarse con los espíritus.
En un célebre párrafo de El libro de la almohada, cuando el padre se queja de que su hija –la autora del libro, llamada Sei Shonagon--, está todo el día encerrada en la obscuridad de su cuarto: “Desde atrás de su biombo, ella le responde, con naturalidad: Es mejor que las mujeres y los fantasmas permanezcan invisibles.” La mujer asume la invisibilidad del fantasma. Vive en la penumbra, recluida detrás de un biombo, para no ser observada.
Producto de un ancestro en parte chino y en parte polinesio, las damas japonesas adoptaron un maquillaje muy particular: no se cortaban el pelo, sino que se lo dejaban crecer hasta la cintura. Se pintaban la cara de blanco con pasta de arroz. Se afeitaban las cejas, se teñían los dientes de negro y se pintaban los labios de rojo. Esto hacía que el aspecto de la mujer fuera, desde todo punto de vista, un aspecto transformado, recreado bajo la forma de una máscara. Como sabemos, la máscara es el vehículo de comunicación con lo espiritual, con el más allá. Aunque no fueran especialistas del trance, sino, simplemente, escritoras; las mujeres guardaban algo de ese ancestro shamánico. Su escritura seguía siendo mágica.
La expresión kototama --“palabra espíritu”-- implica que, una palabra puede aprehender, contener no sólo a la cosa que nombra, sino también a su esencia. Todos recordarán el famoso poema de Borges, “El Golem”: “En el nombre de la rosa está la Rosa, y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’.” Es la idea de que la palabra puede contener aquello que nombra o que la palabra “es” aquello que nombra. Existe un poder ancestral de la palabra, que es muy superior que nosotros le damos como puro medio de comunicación.
Desde el principio, cuando en Japón se habla de Waka, “poesía”, se habla de algo que no es lo que para nosotros significa escribir un poema. Se habla de algo que tiene que ver con una espiritualidad muy profunda y con una capacidad de captar a través del sonido algo que no es del orden de lo descriptible en el estado de vigilia o en el estado normal. La palabra sirve para describir cosas espirituales, cosas del más allá. La palabra sirve para aprehender cosas invisibles.
Evidentemente, el Budismo encontró un terreno muy fértil para sus ideas en este concepto del lenguaje, porque, porque aquí también las palabras también tienen un valor mágico. Bija, “la sílaba mística” que se tiene la capacidad de portar el spiritus y expresar realidades invisibles, profundas. Mantram, la letanía rítmica en la que se incluyen, a veces, frases de los Sutras. Fue simple para el Budismo interpretar este concepto de la palabra mágica y aportarle su propio saber esotérico. Desde el principio hubo un sincretismo entre la tradición Budista y la tradición shamánica y oral.
Ahora bien, hay muchos poetas masculinos y la literatura japonesa está llena de poemas escritos por hombres. Los datos demuestran, sin embargo, que la mujer jugó un rol diferente que en todas las historias de la literatura que yo conozca. Esto merece una atención, la idea de Keen es importante. Sobre todo, cuando uno piensa que hay un nexo entre la tradición oral (los mitos originales de los Yamatai) y la mujer, a través de bardos o narradores o cantantes llamados kataribe. Eran personas que tenían la capacidad de recordar los mitos. Eran especialistas de la memoria. Como no había escritura, evidentemente tenía que haber hombres capaces de recordar y repetir aquello que es importante de memorizar. Uno de los más importantes de estos kataribe fue Hieda no Are. Se dice que este hombre podía recordar todos los grandes mitos, aquellos que mas tarde fueron recopilados en chino. Su historia suscitó una polémica, porque hay una serie de testimonios que dicen que no era un hombre, sino una mujer. Nuevamente, se reafirma el rol de la mujer como portadora de la memoria oral.
La leyenda de este Hieda no Are merece un capítulo aparte. Se dice que podía repetir verbalmente cualquier cosa que vieran sus ojos, y que lo escuchado por su oído quedaba impreso en su corazón. Ha surgido una disputa acerca de Hieda no Are, desde que Hirata no Atsutane opinara que Are era una mujer, basando sus conclusiones en un antiguo documento del período Heian, donde se afirmaba que los descendientes de la diosa Ame no Uzume vivían en un lugar llamado Hieda y que algunas bailarinas fueron enviadas a la corte en el 920. Según esta opinión, Are fue un descendiente de la divinidad que tentó a Amateratsu.

La historia del mito original del Japón dice que la madre de los Dioses, Amateratsu Omi Kami no Mikoto, lega al pueblo de Yamato, “su espíritu similar a un espejo”. En la narración cantada por los kataribe, se narra el disgusto de la Diosa del Sol y su ocultamiento en una cueva. El mundo se oscurece privado de su luz hasta que Ame no Uzume, una ninfa danzante, baila con un espejo en la puerta de la cueva y la Diosa del Sol –que es muy coqueta–, sale a mirarse en el espejo. Así, el mundo recupera su luz.
Hieda no Are es un descendiente de esta diosa que levantó su espejo ante el sol. Recordarán la frase de Shakespeare: “Toda mi obra no ha sido más que levantar un espejo ante la naturaleza.”
Según esta imagen la escritura es una forma de reflexión especular, una forma de captar al mundo, como en la imagen reflejada por un espejo.
La Diosa del Sol lega al pueblo japonés su espíritu como un espejo. Las primeras inscripciones que se encuentran en Japón se hallaban en los espejos de bronce traídos del continente. Las inscripciones más antiguas se han encontrado en un espejo y en un sable, que, junto con las joyas, son las tres reliquias que la Diosa del Sol entrega al Mikado, la dinastía imperial de Himiko.
Estas tres reliquias simbolizan distintos aspectos del espíritu humano. El espejo sirve para conocer y significar. En el Budismo se habla de la Adarsana Jnana, o “Sabiduría del Espejo”.
El sable también es un instrumento cuya significación es de índole espiritual, el espejo, la mente y el sable aparecen reunidos en una serie de expresiones: como sable y como escritura –bun bu ichi, “la escritura y el sable son uno”--. La práctica del sable en Japón está unida a la caligrafía de una manera muy particular.
Por último, las joyas son consideradas como una reproducción de la lengua japonesa, porque ésta “tintinea como una joya”. Hay una serie de alocuciones que remiten la noción de la primera lengua japonesa, a una joya regalada por los dioses.
En realidad aquello que los Dioses regalan al Mikado es la escritura. Esos exiliados que llegaron de Corea y de China, trayendo la escritura confuceana, el Kanji y el Budismo, a las islas, fueron los que narraron el mito de los tres regalo del sol, de la constitución de un fundamento sagrado en el Gran Espejo –Okagami--, de Amateratsu.
Este regalo, como vemos, es muy poderoso porque transforma el destino del país de Wa que a partir de ahora será conocido como Yamato.
Esta isla de Yamato bien podría haber sido en esa época un santuario, porque había allí mucho alimento y formas muy elementales de organización social. Algo similar a aquellas “sociedades frías” que los antropólogos descubrieron en el siglo XIX en la Polinesia.
Para aquellos que vivían en el continente y soportaban las guerras, el hambre y las presiones propias de la civilización, llegar a esa isla era como llegar a un paraíso, donde uno podía disponer de la tierra, de la pesca y de recursos naturales sin sufrir el estigma de la guerra o de los conflictos que había en el continente. De hecho la más antigua traducción del pictograma y el ideograma Wa, están asociados a la abundancia de alimento.
El pasís de Wa o Yamato, fue para las migraciones del continente una especie de santuario natural. Es posible que muchos especialistas religiosos de la cultura china o coreana hayan emigrado a esa isla en ese carácter. Por algo fueron los fundadores de la religión japonesa y del culto de las montañas, que está expresado en una serie de ritos, de mitos y de escrituras recopilados en chino.
Aquí apareció un primer problema, cuando los especialistas de la escritura, los primero escribas que aprendieron a copiar el chino y a traducir la escritura japonesa al chino, tuvieron que reproducir las alocuciones de las shamanesas. Porque las Miko hablaban en estado de trance. Producían una serie de interjecciones, palabras, visiones desordenadas, propias de un estado alterado. Estos escribas tuvieron que traducirlas al chino y, por lo tanto, tuvieron que darles una estructura lógica, tuvieron que transformarlas en una narración, en una mitología. En realidad no eran nada de eso, sólo fragmentos, por llamarlos de alguna manera. Durante muchos años, los japoneses estudiaron estas recopilaciones --el Koyiki y el Nijonshoki--, como si fueran mitos de origen. Hasta que, en el siglo XVIII, un especialista de la mitología japonesa, Motori Norinaga, el refundador de la cultura japonesa, volvió a traducir todos esos textos, tratando de eliminar la impronta de la lengua china y tratando de reproducirlos en la lengua japonesa original. Evidentemente, ésta era una tarea imposible, porque era difícil determinar qué era lo japonés y qué era lo chino, a esa altura del partido.
Lo cierto es que, durante mucho tiempo, los japoneses se vieron obligados a vivir dentro de una matriz lingüística que les era extraña. Por esa misma razón, tuvieron a la poesía como único escape de esa tiranía lingüística del chino. Y la poesía, siempre fue para la cultura japonesa algo de un valor inestimable, algo que remitía a la lengua materna, a lo más sagrado, al origen. Aún, actualmente, la palabra Waka –poesía--, es pronunciada con reverencia.
Ustedes me dirán que lo mismo se puede decir de los griegos, los alemanes o los franceses. Es evidente que sí, que en todas las culturas la poesía es la palabra sagrada, la palabra más profunda. En su texto ¿Por qué los poetas?, Martín Heidegger dice que los poetas son los intermediarios entre el hombre y los dioses, entre el hombre y lo sagrado. No cabe duda de que la poesía siempre será la alta palabra.
A todo esto debemos agregar el hecho de que, para el Budismo, la comunicación de las verdades esotéricas sea imposible, porque realmente son verdades a las que no se puede acceder discursiva o conceptualmente. Por la misma razón, la poesía es un vehículo privilegiado en la comunicación del saber Budista. Cuando en Japón decimos “poesía” (waka), hablamos de algo sagrado, algo de un valor que difícilmente pueda encontrarse todavía en las lenguas occidentales, donde la poesía está desacralizada y banalizada.
Ahora bien, volvamos al momento de la historia en el que nos habíamos detenido. ¿Cómo evoluciona esta sensibilidad femenina en la poesía que se manifiesta entre los siglos XI y XII? En principio, esta sensibilidad, da lugar a una serie de figuras que ahora vamos a tratar de definir. La primera de estas figuras y la más notoria –que aparece como una figura estilística a partir del siglo XI-XII– es denominada: mono no aware wo shirazu. Esto puede ser traducido como “el despertar a la tristeza de las cosas”. Porque al contemplar el cambio con la conciencia de la transitoriedad de todas las cosas nos embarga una nostalgia metafísica, un estado de distanciamiento y de lucidez en el que somos uno con el devenir.
Aware es la forma sublime de expresar la melancolía humana, bien sea la pérdida de la propia juventud, o la pérdida de un ser querido, o la pérdida del momento que es considerado único y especial.
Desde sus orígenes, la poesía quedó marcada por la estética de la melancolía. La mayoría de los poemas versan sobre la contemplación de algo que se pierde, que se escapa, que se escurre entre los dedos y que, rápidamente, en unas pocas líneas, uno trata de aprehender.
Conectada con esta primera figura aparece otra de singular importancia. Porque la nostalgia no sólo tiene que ser expresada como algo humano, con sinceridad y emoción, sino que tiene más valor cuando hay algo dentro de esa expresión que me conecta con el más allá. Quizás una palabra mejor sería, que me conecta con “lo fantasmal”.
Habíamos dicho que las mujeres se veían como fantasmas y que tenían una gran capacidad de comunicarse con el más allá. La expresión que completa al Mono no Aware como figura poética, Yu-gen, tiene que ver con lo fantasmal. El segundo ideograma: Gen significa “ilusión”, similar a la Maya de los hindúes. Como sabemos, el postulado esencial del Budismo: que el mundo es una ilusión, todo lo que existe es transitorio y, por lo tanto, toda nuestra vida es como un espejismo. Sólo conocemos combinaciones transitorias, por lo tanto, todos es fantasmal, los que estamos aquí, ahora, podemos no estar en el próximo instante. La existencia es fugaz, como lo dijo Shakespeare: “un sueño en un sueño”. Esta sensación de lo fantasmal es el dato esencial de la sensibilidad poética, aquello que la poesía capta es, precisamente, el fantasma del momento. ¿Y quién mejor para entender a los fantasmas que otro fantasma, es decir, una mujer?
El primer ideograma: Yu, remite a lo profundo, a todo aquello que puede ser pensado como perteneciente al mundo de los muertos. Sólo que en este contexto, la muerte no tiene el valor negativo que tiene para nosotros en Occidente. En Japón, los muertos están presentes, se comunican con los vivos, les piden comida, les piden que satisfagan sus deseos incumplidos, los ayudan. Son los ancestros a los que se reverencia en el altar familiar. Los muertos no están muertos, están presentes todo el tiempo. Los muertos, una vez que se han redimido de sus deseos y de sus apegos son, para los budistas Hotoke, es decir, un Buda.
Existe un permanente comercio con los muertos: se les dan ofrendas, se les habla, se los llama, se los consuela. Los muertos no se quedan solos; están en compañía de los vivos. Yu significa también ese acceso al mundo del más allá, como se aprecia en la expresión Yukon: el reino de los muertos.
Por lo tanto, yugen es la belleza fantasmal del más allá que se insinúa en el mas acá y proyecta en lo real su encanto sutil. Por ejemplo, una mañana donde la niebla sobre el lago produce la sensación de estar en el límite entre lo real y lo irreal. Un amanecer, un crepúsculo, un momento en donde hay algo en el paisaje que puede evocar lo trascendente, lo fantasmal, el espejismo de la existencia.
Yugen, como expresión de un encanto sutil, puede describir la belleza de una mujer. Como hemos visto, para los cánones clásicos, la belleza de la mujer debe ser fantasmal. Con sus largos cabellos negros, su rostro maquillado de blanco, las cejas afeitadas, los dientes teñidos de negro, el rostro de las damas del período Heian, es como una máscara y las máscaras transforman a los hombres en espíritus.
Otra característica importante de la historia de la literatura del Japón es la participación del Estado en la formación de la cultura literaria. Fue la Corte Imperial, el Mikado, quien actuó como instaqncia recopiladora de la poesía y, desde el principio fueron los aristócratas –Kuge--, quienes practicaron el oficio de poetas.
Esto tiene último que ver con el hecho de que la aristocracia japonesa podría ser definida como una casta contemplativa. Estaba separada de la guerra, del gobierno, de la producción y de todas las funciones sociales que la podían distraer del oficio puramente estético, religioso y erótico. En ese contexto, era natural que los aristócratas se dedicaran a las artes. Por lo tanto, todas las primeras grandes recopilaciones de poesía contienen los poemas que los aristócratas escribían a sus concubinas, aquellos que incluían en su correspondencia, etc. El 90% de la poesía japonesa está recopilada en antologías imperiales que reproducen poco más o menos que el epistolario de los poético de los nobles.
Casi lo había olvidado, el propósito que nos reúne aquí es hablar del Zen. ¿Cuál fue su aporte a las artes y la cultura del Japón?
Obviamente, el Zen es una escuela del Budismo. Y la sensibilidad poética de la que estoy hablando es una sensibilidad Budista. Por lo tanto, cuando el Zen llegó al Japón (siglo XII-XIII) se encontró con que esta sensibilidad ya estaba presente, porque obviamente las anteriores expresiones del Budismo habían introducido la noción de impermanencia, de nostalgia ante el cambio, de contemplación del cambio, etc. Las sectas Tendai y Shingon, predominantes entre la aristocracia, habían ejercido esta función con la excelencia que puede apreciarse en el arte clásico de Heian Kyo.
La difusión del Zen impone una nueva tonalidad espiritual. En principio, como vimos, el zen estuvo vinculado a la entronización de la casta guerrera, los Samurai.
Esos Samurai no eran muy partidarios de la sensibilidad cortesana. Como, en su origen, habían sido hijos bastardos de la nobleza, añoraban el poder y la jerarquía de la corte. Rivalizaban con los nobles porque éstos tenían una condición muy privilegiada: no estaban expuestos a la guerra, no tenían ningún problema práctico, disfrutaban de la vida y la comodidad; mientras que los Samurai tenían que ir por esas regiones frías y lejanas, peleando con los aborígenes Ainos. Evidentemente, la vida de los Samurai no era muy agradable, ni muy larga.
Los Samurai apreciaron el aspecto masculino de la poesía. Masuraoburi, “el espíritu recto/viril”, se contrapone a la sensibilidad femenina –Tawayameburi-- de la corte.
Aquí el Zen jugó su papel, porque vino a fortalecer esta nueva actitud ascética y viril. Ella estaba centrada, como hemos dicho anteriormente, en la aceptación irrestricta de la muerte. Y buena parte de la poesía Zen giraba alrededor de esta temática, tasn familiar para el guerrero como es el contacto permanente con la idea de la muerte.
Al mismo tiempo, en la Corte Imperial se producían nuevas expresiones estéticas, porque los cortesanos que, hasta ese momento, habían vivido en una casa de muñecas, se vieron confrontados por una guerra civil. Desplazaron del poder por los Samurai, tuvieron que abandonar sus palacios y marchar al exilio en regiones desoladas.
Durante esta época hace irrupción una nueva figura poética conocida como Sabi Wabi y que representa esencialmente la emoción que producen los parajes solitarios, los lugares desolados y la existencia despojada.
El sentimiento de Sabi Wabi: está relacionado con la mirada del aristócrata hacia la vida del campesino, del pescador, del que vive en una condición precaria, del que vive en un paisaje desolado, lejos de todo confort y toda condición humana, abandonado a la naturaleza. Si vieron alguna película japonesa, recordarán que los paisajes en invierno suelen ser muy crueles, muy tristes. Esta sensación de Sabi Wabi tiene que ver con esto, con una persona que ha vivido en la corte, que ha conocido el lujo y el confort y que de pronto vive en una choza. También tiene que ver con la condición del monje, que elige ese tipo de retiro.
La transformación ocurrida entre los períodos Heian y Kamakura está representada por la poesía del Monje Saigyo –y de su amigo Fujiwara Teika--. Saigyo significa: “el que vá hacia el ocaso”. A lo largo de sus viajes que constituyen una suerte de autoexilio del mundo, el monje escribe numerosos poemas, como aquel, junto a la tumba de Sanetaka, el poeta enviado al exilio por una disputa cortesana:
Algo de su espíritu, escapó a la decadencia;
Y todavía está aquí.
Entre la niebla del valle,
Contemplo sus restos.

Durante la misma época trancurre la guerra de Heike, se vive un clima apocalíptico y existe la certeza de que las casas nobles se verán arrastradas por la catástrofe. En el 1186, Saigyo está en Ise, el gran santuario Shinto; allí presenciará la batalla mas sangrienta de la guerra entre Tairas y Minamotos. Ese mismo año se precipita el final de Heian Kyo.
En estas circunstancias, el poeta elige la soledad de las montañas, el abandono del mundo. Su premio es la claridad tranquila de la luna. Camino de Kumano tuvo un sueño, donde el funcionario Tankai, hablaba con el poeta Fujiwara Shunzei diciéndole: “Las cosas de este mundo sufren una permanente alteración, pero el Camino de la Poesía –Waka--, es eterno.
Más tarde tuvo una visión que inmortalizó en su gran poema: “Espejo de la Luna”.
En la profundidad de las montañas
La tranquilidad de la luna
Habita con su luz serena
La luna espejo de todas las cosas
La mente espejo de la luna ... ahora, iluminada.

Esta experiencia de Saigyo llevará a otros poetas por los solitarios caminos provinciales. Ahora que la gran ciudad ha caído, la estética del mono no aware tal como fuera expresada en la poesía cortesana, cede paso a la contemplación de lo despojado, de la naturaleza y del interior rústico. Los poetas del período Kamakura, recuperan los temas viriles del Manyoshu, expresando nuevamente, el amor a la naturaleza y la sinceridad despojada. Mientras que la poesía cortesana vivía separada del mundo, enfrascada en su melancolía de alcoba, la poesía de Saigyo abre las puertas de lo real y encuentra en esa misma realidad rústica, la belleza.
Su amigo Fujiwara Teika, ha inmortalizado este viraje de la sensibilidad en un poema escrito durante la misma época:
Mirando a lo lejos
No veo ninguna flor de cerezos
Ni hojas de crisantemo
En la tarde de otoño
Sólo la pobre choza de un pescador en la bahía.

La figura se hizo atractiva para los Samurai, porque ellos no compartían los cánones de la vida cortesana. Al ser guerreros, estaban acostumbrados a una vida rústica, a vivir en un campamento, en condiciones mínimas. Por lo tanto, apreciaban todos aquellos datos que tenían que ver con esta condición estoica. El Sabi-Wabi es una estética del despojamiento y de la soledad. Fue, de alguna manera, el punto de inicio y de inflexión de la poesía que más nos ha llegado a nosotros, que es el haiku. Esto es difícil de explicar, porque haiku quiere decir “humor”. ¿Cómo puede ser que tenga algo de humorístico describir una sensación de despojamiento y de soledad?
En realidad fue Basho el que produjo una transformación del llamado Danrin haikai, desnudándolo de su tono cómico, apropiándose de la forma original para darle un nuevo sentido.
Entre la aparición del Haiku y la estética del Sabi Wabi pasan varios siglos. En realidad, mucho antes de la aparición del Haiku, que es un producto terminado después de una larga evolución de distintos estilos, hubo otro género de poesía, conocida como renku o renga, que se encuentra entre las fuentes del Haiku; prueba de esto es el antiguo nombre de Haikai no Renga.
Esta poesía también estaba inspirada en ciertas prácticas cortesanas, conocidas como mono no awase, un juego cuya forma más habitual era el “arte de escuchar el incienso”. Al encender una varita de incienso, el perfume de esa varita evoca cierto tipo de sensaciones que pueden ser descriptas poéticamente. De este “arte de escuchar el incienso”, aparece la primera noción de versos que se pueden asociar libremente, encadenándose al azar. Una persona ofrece una alusión, otra ofrece otra, y ese perfume de incienso es traducido poéticamente en distintos versos, que pueden ser relacionados.
Más tarde hubo maestros que se dedicaron precisamente a este tipo de expresión, a saber, la posibilidad de encadenar versos sin buscar una continuidad de sentido. Y aquí viene nuevamente la impronta del Zen. Como recordarán, en el Zen existe una práctica llamada mondo o conversación entre maestro y el discípulo, donde el maestro le ofrece al discípulo un enigma sobre el cual debe meditar. Ahora bien, en la formulación de esos enigmas se practicaban bruscos saltos de sentido.
En la primera clase nos referimos al famoso koan “¿por qué Boddhidharma llegó a China?”, cuya respuesta es “Ciprés en el jardín.”
El alumno pregunta lógicamente “¿por qué?”, y el maestro, para destruir la coherencia lógica de la pregunta, le contesta con algo que aparentemente es arbitrario. Le contesta con algo que tiene que ver con otro tipo de operador lógico del que el discípulo le está proponiendo. El discípulo quiere conocer la causa; el maestro le está diciendo que no hay causa, que las cosas son así, como ese ciprés que está en el jardín.
Ese salto de sentido que se operaba en la comunicación entre el maestro y el discípulo fue adoptado como canon de la poesía encadenada, a saber, que yo puedo hacer poesía sin producir sentido, es decir, sin contar nada. Por ejemplo, “Canta la alondra; nieve en el monte Fuji.” El sujeto y el predicado no tienen una relación causal. La única conexión es la simultaneidad: ahora están ocurriendo, a un mismo tiempo, el canto de la alondra y la nieve en el monte Fuji. Se parece a lo que nosotros llamaríamos una descripción, pero donde no se verifica esa ley lógica S es P, porque que la alondra cante y que haya nieve en el monte Fuji es simultáneo, pero no es causal.
Esta forma se volvió el canon poético del Budismo Zen: la posibilidad de expresar ese sentimiento de soledad, de despojamiento, de belleza fantasmal, de nostalgia, sin narrar un sentimiento personal que actualmente se está produciendo. Los primeros poemas hablaban de un hombre que extrañaba a su amada, de alguien que se lamentaba por una pérdida, etc. Ahora, todo eso desaparece completamente y se privilegia algo que tiene que ver con la captura del instante, sin narración, sin explicación, sin “mensaje”, sino más bien con el propósito de levantar el espejo ante la naturaleza: “Canta la alondra; nieve en el monte Fuji.”
De esta experiencia nació el Haiku, que se volvió la forma de reproducir en esa mínima expresión, en esa síntesis, un momento, un estado de cosas. “El estanque donde salta la lana, ¡splash!” (es una versión tipo cómic). No pretendo hacer una traducción, porque entiendo que el poema de Basho es intraducible.
Alumna: El sabi es el entrañable sentimiento japonés que solamente puede experimentar un japonés. Es algo inherente a cada japonés, con su idiosincrasia y su inconsciente colectivo. De la misma manera, un gallego puede entender la morriña y un portugués, la saudade: sin palabras. Es un sentimiento íntimo, inefable.
El haiku es el alma japonesa. Me sorprende su versión femenina del haiku, porque entre los escritores de haiku no hay mujeres.
Docente: Yo expliqué que la sensibilidad femenina fue adoptada por los hombres.
Alumna: Usted no va a conocer a un japonés que no lleve encima un libro de haiku.
Docente: Esto es muy posterior. Yo hablé del origen. Es imposible que fuera así, porque la escritura durante mucho tiempo fue patrimonio de una minoría. Era imposible que hubiera poesía cuando el pueblo era analfabeto. El pueblo japonés fue iletrado durante una gran parte de su historia.
Yo estaba tratando de expresar cómo, el Zen había capturado cierto tipo de sensibilidad y cómo había logrado articular su concepción del mundo –que no puede ser explicada por la causa y el efecto ni por un principio de razón–, su representación de la realidad como una vacuidad, en este tipo de operación poética, donde se produce un permanente salto de sentido. Se produce un desfasaje de sentido entre la primera frase que establece el poema y la consecuencia de esa descripción.
La primera frase era llamada normalmente fujimono, es decir, un topos. Por ejemplo, “la cigarra canta en el fin del verano”. Éste es un hecho que se repite todos los veranos. Hacia el comienzo del otoño, la cigarra canta cada vez más fuerte. Cuando va a morir, canta aun más fuerte. Este topos era el que inauguraba el sentido. A este primer fujimono (un hecho que se repite), se le agregaba una idea propia del poeta, un giro de sentido absolutamente personal y que tenía que ver con la experiencia inmediata. Eso que se agregaba también era una descripción. En el caso de Basho, el ruido de la rana que salta al agua tiene que ver con un deseo del poeta de capturar el momento, de explicar el tiempo.
Hay un famoso poema incluido en Oku no Hosomichi y que fue escrito al abandonar Kyoto en la última montaña, en el último recodo del camino, donde todavía puede divisarse la ciudad, escribe:

Kyo nite ma
Kyo natsukashi ya
Hototogishu

Todavía en Kyoto
Extraño a Kyoto.
Canta el cucú.

El Haiku trata de capturar el momento. No hay otra pretensión en la poesía más que la posibilidad de levantar un espejo ante ese momento y dejarlo establecido.
Finalmente, el zen llama a esto el Furyu. Una traducción posible es “sensibilidad humana”. Todo esto es lo que nos pasa a los seres humanos. A todos nos duele una pérdida, a todos nos emociona una puesta de sol, a todos nos gustaría comunicarnos con los seres queridos que hemos perdido, etc. Una vez escribí un artículo en una revista de cultura japonesa donde decía que si las matemáticas fueran griegas y la física fuera inglesa, entonces no estaríamos hablando de que los occidentales podemos estudiar la cultura japonesa. Pero ahora todo esto es patrimonio de la humanidad. En el mundo en que vivimos estamos compartiendo lo bueno y lo malo de todas las culturas. Hay datos de la identidad que hacen que los japoneses tengan una percepción muy distinta de aquellos que estudiamos su cultura desde afuera. Nosotros somos gai jin, “los que miramos desde afuera”. Pero si nos quedáramos en esa visión, el mundo sería muy triste, porque no podríamos comunicarnos.
Yo defiendo la otra idea, expresada por Goethe: “Oriente y Occidente ya son uno”. Nosotros estamos participando de los valores de muchas culturas diferentes. Estudiamos la Biblia, estudiamos el Haiku, estudiamos el Manifiesto Comunista y todas las cosas que la cultura ha producido, e intentamos sacar de todo eso una conclusión actual.
La gente se siente muy atraída por experiencias de otras culturas. Estamos en un mundo globalizado, donde precisamente lo que ocurre es que la gente comparte productos culturales muy diversos. Esas identidades fijas se están transformando. Desde el principio, yo había reivindicado un dato esencial de la cultura Zen: el no discriminar. Precisamente, cuando nosotros discriminamos aparece eso de “yo soy tal cosa”, “yo soy chino”, “yo soy judío”, “yo soy blanco”, etc. La discriminación es a veces lo que no nos permite entender la unidad del espíritu humano.
Alumna: Me gustaría que leyera algún poema, para ilustrar lo que dijo.
Docente: Voy a tomar un libro que les recomiendo, One Hundred Poems from the Japanese, editado por Kenneth Rexroth. Es una edición bilingüe y es la mejor antología de poesía japonesa que les puedo recomendar. Les voy a leer mi poema favorito, es de Ki no Tsurayuki y dice así:
Hito wa isa
Kokoro mo shirazu
Furusato wa
Hana zo mukashi no
Ka ni nioikeru

El corazón humano
es incognoscible;
pero en mi país,
las flores tienen el mismo perfume.

Es un poema del siglo XII, de Kino Tsurayuki, y ya tiene todos los elementos que después vamos a encontrar en el Haiku cuatro siglos después. Cuando nosotros hablamnos de esas figuras poéticas: tanka, renku, renga, haiku, son figuras académicas, finalmente, porque en realidad es muy parecido el espíritu de la poesía japonesa casi desde el origen.
Alumno: De hecho, la palabra haiku es muy posterior.
Docente: Claro. En el libro Introducción a la literatura clásica japonesa, publicado por la Kokusai Bunka Shinkokai (Sociedad para las relaciones culturales internacionales del Japón), se traduce Haiku por “humor”, en referencia a la más antigua denominación de ese género. En realidad se refiere a algo que alegra el espíritu, algo que posee una gracia particular.
Con respecto al problema de las traducciones es necesario recordar que, en Estados Unidos y en Francia hay muchos traductores y departamentos de estudios japoneses y chinos. En Argentina recién estamos empezando. Necesitamos profundizar y trabajar más. En español se está traduciendo casi todo del inglés.
En Argentina tuvimos a Kasuya Sakai, el mejor traductor que del japonés al español. Él participó del proyecto editorial de “Sur”. Hoy su obra está prácticamente perdida; habría que reeditarla. Estamos dando el primer paso y, como dicen los chinos, el primer paso es el más largo de un largo camino. Yo hice un modesto aporte con mi libro, que considero es introductorio.
Alumna: ¿Puede leer de nuevo ese poema?
Docente: Sí: “El corazón humano es incognoscible; pero en mi país / patria / lugar de nacimiento, las flores todavía tienen el mismo perfume.” Es un poema que me captura y que me encanta. Hay mucho más para leer.
Les sugiero una buena traducción, la de Octavio Paz, porque considero que es un excelente poeta y está muy dotado para entender la poesía japonesa. El texto es producto de una elaboración entre un mexicano y un japonés, que lograron un texto digno. Ahora, evidentemente, estas cosas son intraducibles. No pueden ser logradas más que en su expresión original.
Los traductores anglosajones nos llevan una gran ventaja, porque hace mucho tiempo que están trabajando y por lo tanto han producido muchas generaciones de traductores. Somos primerizos en esto de la cultura japonesa. Recién comenzamos a tener una tradición directa del japonés al español.
Alumna: A mí me trajo resonancias con el sufismo y el mundo intermedio, y la influencia del neoplatonismo.
Docente: El neoplatonismo es un idealismo, y acá estamos ante un concepto de la lengua muy opuesto al idealismo.
Alumna: Sí, pero me recuerda al otro mundo que, sin embargo, es muy real.
Docente: Yo pienso en Francis Ponge, porque pienso en el objetivismo y en toda la idea de palabra objeto, de una cosa fuertemente descriptiva, como un espejo. EL neoplatonismo supone una distancia muy grande.
Alumna: Me parece lo fantasmal abre a otra cosa, que no está fuera, sino ahí. Tiene una doble cara.
Alumna: Yo pienso que lo fantasmal está relacionado a la muerte, que está siempre presente, sus antepasados y su naturaleza.
Docente: Lo fantasmal es también lo evanescente. En la medida en que algo es transitorio y ya está desapareciendo y transformándose, es fantasmal. No es un real fijo.
Alumna: Yo tengo una duda acerca del renga. ¿Era un juego que consistía en encadenar frases sin sentido por distintas personas?
Docente: En un momento, cuando comienza el juego de escuchar el incienso, aparece esta posibilidad. Ustedes recuerdan esa idea de los surrealistas, el “cadáver exquisito”, donde se escribía una frase, se doblaba el papel, otro escribía otra frase, y así sucesivamente. Las frases del poema no podían tener una concatenación causal, porque habían sido producidas por diferentes sujetos. Pero, finalmente, el sentido jugaba con el azar y producía otro texto. Lo cierto es que se podía hacer poesía sin recurrir a la fórmula lógica S es P, es decir, un predicado que aclara algo acerca de un sujeto o que tiene una relación causal con un sujeto. Se podía hacer poesía sin establecer relaciones de sentido. El sentido era post facto, lo daba la propia lectura del “cadáver exquisito”. No era preconcebido por los que escribían el poema, sino que era un efecto de lectura.
Un maestro de renga, Shin Kei, dice algo que aclara bastante esta práctica: “En renga, pon tu mente en lo que no está escrito.” El arte del renga supone leer entre los intersticios, leer lo que no es manifiesto, las asociaciones que se producen en un espacio que queda vacante entre frase y frase, entre sujeto y predicado. Es producir sentido al leer o al escuchar el verso.
Les voy a leer la página 110 de mi libro, porque aquí hay una explicación. Alguien le pregunta a este maestro de renga, Shin Kei, qué es el renga. Lo primero que él dice del renga es que se basa en el “corazón”. Es más importante el corazón –kokoro--, que la forma –sugata--. Lo que predomina, lo que produce el sentido, es el corazón.
Hay un diálogo que dice así:
–¿Es correcto conservar el estilo yugen en el centro de nuestra mente mientras cultivamos el arte del renga?
–La gente antigua acostumbraba decir que el yugen debe impregnar la forma --sugata-- de cada verso. Es lo más esencial para cualquiera que practica el arte. De todas maneras, lo que antiguamente la gente entendía por yugen parece muy lejos del sentido que actualmente se le atribuye a este término.

Los antiguos parecen haber considerado que el corazón era donde se encontraban los aspectos más importantes del yugen, pero en la actualidad muchos piensan que esto se refiere a la elegancia de la forma.

En un momento, el yugen se vuelve una forma, una estética, un cliché.
”La belleza perfecta es difícil de conseguir dentro del propio corazón [kokoro]. Mucha gente trata de mejorar su aspecto externo, pero sólo el individuo solitario puede mejorar su corazón. Por esa misma razón, los poemas que la gente antigua consideraba como pertenecientes al estilo del yugen no son fáciles de entender en nuestra época.

¿Qué quiere decir esto? El yugen, esa belleza, ese canon estético, se ha transformado en una figura estilística. El maestro nos dice acá que, en el fondo, importa un cuerno qué es el yugen. Lo que importa es el corazón. Esto tiene que ver con que todas estas figuras que he tratado de describir para los maestros valían muy poco en comparación con los sentimientos humanos. Por lo tanto, podríamos olvidarnos de todo lo que dije.
Alumna: Yo quería saber, además, si la composición en algún momento se hacía a partir de varios autores.
Docente: Exactamente. Había un encuentro entre poetas, que se juntaban precisamente para escribir versos encadenados. El maestro daba la línea fuerte, la que establecía la tonalidad espiritual de la reunión e iba recibiendo los aportes. Esto se transformaba en un contrapunto.
Por ejemplo, aquí hay uno de estos maravillosos poemas, que dice así: “Haber escuchado el cucú, ¿qué tiene de particular? La nieve en el monte Fuji. El cielo está tan frío, que ni las nubes se demoran. La pureza de la luna puede verse al viento.” Es un juego en el cual el sentido se va escurriendo, se va desplazando, se va transformando. Distintas personas aportan su azar a la composición del poema, lo que les está pasando en ese momento. Y ese azar es el tiempo, lo que están sintiendo ahora. Entonces, el poema es como esa mónada de tiempo que se expresó en esas manifestaciones, donde lo fuerte es excluir esa conceptualización, excluir el pensamiento causa-efecto, en fin, todo lo que en nuestra vida apuntamos para comprender la realidad. Se postula que hay otro acceso a la realidad: mágico, emotivo o como ustedes lo quieran llamar.
Aquí aparece una expresión muy importante, que se relaciona con el sabi wabi, que es la idea de lo helado. Es una idea extraña para nosotros, porque para nosotros la poesía refleja sentimientos, calidez humana, pasiones. ¿Cómo puede ser que la poesía tenga como canon lo frío, lo muerto? Según la definición de Shin Kei, el Shin Kokinshu (otra de las grandes antologías de poesía) era elevado y congelado como el hielo. “El mayor poeta chino, Tu Fu, no compuso durante su vida más que poemas acerca del dolor y puede decirse que su vida estuvo llena de sufrimiento. En contraposición, Hsu Hun sólo compuso durante toda su carrera poemas acerca del agua. Fueron cerca de tres mil. En verdad, no hay nada más profundamente conmovedor que el agua, nada tan frío y refrescante como el agua. Cuando uno menciona las aguas de la primavera, el corazón se relaja y una visión aparece ante nuestros ojos, algo realmente conmovedor. Durante el verano, en la vertiente de agua pura, el agua es helada. Ante la expresión --aguas del otoño--, el corazón se vuelve helado y claro. Nada es más exquisito que el hielo.”
Esto quiere decir que los sentimientos humanos deben ser enfriados como esa agua que baja de la montaña, y que en el medio del verano, de la pasión, el poeta es capaz de ese distanciamiento de lo helado. Mira eso que es turbulento, la pasión humana, pero desde una distancia que privilegia esta imagen.
Alumna: Es la capacidad de ver, porque si está en movimiento, no puede ver.
Docente: Exactamente. Si está en el plano de la pasión, no alcanza esa tonalidad, que es la del distanciamiento. Evidentemente, todas estas figuras, este concepto de la poesía es muy diferente del que nosotros tenemos. Nosotros diríamos que la mejor poesía es la que está llena de pasión. En principio, podríamos decir que en Occidente la poesía y la pasión van juntas.
Pero esta es la poesía que refresca el dolor del corazón, porque el poeta sólo escribía sobre el dolor. Pero así se ahogaba. En cambio, el otro toma distancia del dolor, opera por esa estética de lo helado una posibilidad de pintar el dolor sin referirse exactamente al sentimiento del dolor.
Hubo una corriente en Inglaterra a principio del siglo, los imagistas, que tenía un canon que regía su expresión, decía que, era necesario describir las cosas pero no los sentimientos del escritor, sino que había que describir la situación de manera tal que los sentimientos brotaran en el lector. En el Romanticismo nos encontramos con esa primera persona que nos cuenta: “Mi amada se fue, me siento morir…” Ahora había que describir la partida de la amada, la separación, sin incluir los sentimientos del sujeto, para que aparecieran en el lector. Porque si no, era obvio, era redundante; el lector, de alguna manera, duplicaba sus sensaciones en la descripción que se incluía como explicación del hecho.
Yo creo que hay algo de eso en la poesía japonesa, la idea de escribir de manera tal que los sentimientos broten en el lector, pero sin mostrar esos sentimientos. No había que abrirse, en el sentido de la primera poesía japonesa, que era sinceridad pura (makoto), sino que ahora está ese proceso de filtrado, ese alambique por el cual los sentimientos son transformados por el distanciamiento tiene su impronta Zen.
Alumna: Me hizo acordar a un poeta romántico, Woodsworth, quien decía que, el poeta no tiene que escribir en medio de la emoción, sino que tiene que escribir las emociones recordadas en la tranquilidad.
Docente: El poeta que usted cita es el fundador de la “escuela de los lagos” y la escuela romántica contemplativa.
Precisamente, hay que levantar el espejo ante la naturaleza. No hay que tratar la pasión humana individual, sino la pasión humana tal como aparece en la naturaleza, es decir, manifestándose a través de fuerzas naturales o de situaciones en las cuales las fuerzas naturales sustituyen al sujeto. No es el sujeto que habla de sí, sino que el sujeto es la naturaleza a la cual el escritor trata de reproducir con ese espejo.
Las pasiones que brotan en relación a la naturaleza son distintas de las pasiones puramente individuales, de los apegos. Desde el Budismo, una poesía de las pasiones individuales sería una poesía del apego. Con esta estética de lo “helado”, el dolor debe ser trascendido. Hay que ir más allá del dolor de la existencia, porque si uno adopta como referente a la naturaleza, ésta trasciende el dolor, trasciende la crueldad. La naturaleza es cruel, pero trasciende la crueldad. Esto es lo que yo, modestamente, entiendo de esta lectura.
Ahora bien, la estética del distanciamiento, no está muy cerca de nuestra idea de la poesía; por más que hayan existido casos como el de Woodsworth, a su lado estaban Byron, Shelley, etc. En este sentido deberíamos Recordar a Ossian, el famoso bardo que inspiró a los románticos y que escribía muy parecido al Haiku, porque también trataba de hacer hablar a la naturaleza en su poesía.

Gabriel_Sarando
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Zen en el Arte y la Cultura del Japón Empty Re: Zen en el Arte y la Cultura del Japón

Mensaje  Gabriel_Sarando Vie Feb 19, 2010 7:36 pm

Zen en el Arte y la Cultura del Japón IV

Hoy es la última reunión. Habíamos decidido dedicarla al problema de la dramaturgia. Evidentemente, cuando se utiliza la expresión “dramaturgia” para referirse al Nohgaku, al Bundaku, a cualquier género de teatro en Japón, habría que hacer alguna salvedad. En principio, la palabra “drama” fue traducida siempre como “acción”. A partir de la Poética, de Aristóteles, donde la tragedia es definida como mímesis práxeos, “imitación de la acción”. En el mundo del teatro y en el mundo de la filología, también, drama significa “acción”.
Hace un tiempo ya, Nietzsche, en un famoso estudio sobre el Nacimiento de la Tragedia, cuestionó esta trasliteración. Él decía que la palabra “dra”, proveniente del dórico, “dromen”: rito. Por lo tanto no significa en absoluto “acción”, en el sentido que le da Aristóteles, sino que se refería más bien a un “acontecimiento”, es decir, a una experiencia de tipo hierático. Con esto quería recordar que la tragedia, en sus orígenes, no fue imitación de la vida, sino ritual. Sólo si aceptamos la traducción de Nietzsche podríamos hablar de “dramaturgia” para el caso japonés.
Paul Claudel, nos dice que, en sus escritos sobre el teatro japonés que: “El drama occidental es algo que ocurre, pero el Noh es alguien que llega.”
El drama occidental, entendido ahora en el sentido aristotélico de mímesis práxeos, es acción, y a través de la acción, imitación de la vida. El Noh, en cambio, se excusa de cualquier imitación de la vida, su propósito no es, en absoluto, la mímesis, sino el de presentar el descenso de un ser del más allá, recibir una visita divina y sostener un diálogo con la divinidad. Es un proceso por el cual un dios desciende a la tierra, como ocurrió alguna vez en el Kami yo, la era de los dioses.
El origen del mundo está relacionado en esta mitología con la existencia de un mundo de divinidades, el Takamagahara, desde el cual los dioses habrían descendido a la tierra --Kami oroshi--, por un puente celestial. Esas divinidades engendraron posteriormente a los hombres dioses, Hitogami, los ancestros de la casa reinante de Japón –el Mikado—.
Los antropólogos han explicado esta historia del descenso divino y de un puente que une el cielo y la tierra a través de la hipótesis de una migración de especialistas del transe, provenientes del continente, quienes trajeron con ellos una cosmogonía vertical, que describe el descenso de dioses a la tierra y que practicaban el culto de la montaña como eje que une el cielo y la tierra. De esta aportación continental –básicamente chamanística– provendría la idea de que una persona con ciertas dotes para el trance puede ser poseída por un dios --kami gakari--. Es decir que, el cuerpo de un hombre o de una mujer, puede ser el lugar de residencia de una divinidad.
En los ritos de Eleusis que dieron origen a la tragedia griega, esta idea de posesión era comúnmente aceptada y la máscara de Dionisos constituyó el vehículo de esta posesión. Por este camino podríamos encontrar un sentido a las formas que adopta el arte dramático en Japón, a saber, la representación de un hecho ancestral, el descenso de una divinidad a la tierra a través del portador de una máscara. Porque la máscara es, precisamente, el vehículo de la posesión. En su obra Masks, the Art of Expression, John Mack dice que “La máscara significa, en términos elementales, que los hombres se transformen en espíritus.”
Por la misma antes de asumir su papel, el actor, tiene que realizar una serie de prácticas de purificación, una áskesis. Toda esta serie de privaciones y preparaciones lo llevan a una transformación espiritual, para que en el momento en que el rito escénico se celebre y él se coloque la máscara, pueda invocar a esa presencia que él debe, de alguna manera, corporeizar.
Una de las más antiguas formas dramáticas de Japón es la danza de Okina, el rito del anciano que celebra la longevidad, la buena cosecha, y con ella una serie de valores ancestrales. Antes de entrar en escena, el actor/oficiante del rito, se prepara en una sala llamada Kagami no ma, “cuarto del espejo”. Allí se coloca la máscara frente al espejo y asume la identidad arquetípica. Al cruzar por el puente que une este cuarto con el escenario pronuncia las palabras mágicas de una invocación, el okinawatari. Pronuncia el nombre de Okina para que se haga presente y se exprese a través de él, para que baje nuevamente a la escena y repita esa danza ancestral con la que comenzó la idea misma de arte escénico.
En los escenarios de Noh van a ver un espacio vacío, donde solamente hay una imagen pintada, la de un pino. Este pino es el pino ancestral donde por primera vez se vio a un anciano bailando la danza de la larga vida. Este pino también representa al Imperio, lo imperecedero, lo inmutable. Es el árbol del origen. En torno a él se produce la repetición de un hecho arquetípico --ocurrido illo tempore--, que la danza ritual busca reactualizar.
Alrededor de esta idea de una danza para recibir, alegrar y entretener a los dioses o a los espíritus, aparecen otras formas con funciones específicas, tales como los rituales de exorcismo. En ellos se representa el hecho de que una mujer, por ejemplo, sea poseída por un demonio y el exorcismo por el cual un sacerdote y una medium logran expulsarlo, produciendo la transformación de ese espíritu vengativo en un Buda.
Es a través de un instrumento mágico, el arco de Catalpa --Azusa Yumi--, como se logra esta comunicación con el mas allá. Se trata de un instrumento de una cuerda –similar al berimbau--, se dice que en el vibra una sola nota, y que esa única nota se escucha aún en el mundo de los muertos. Hasta las miríadas de dioses escuchan esa única nota.
Aquí también se repiten las formas que fueron establecidas en el siglo XV, durante el período Muromachi, cuando se estableció la danza de Nohgaku, como una escuela de teatro --que podríamos llamar clásico, en el sentido de que constituye el principio estético del arte escénico del Japón.
La expresión Noh significa: “talento escénico”, la habilidad de interesar –omoshiroi-- al público a través de algo que se representa en un escenario. Durante mucho tiempo, esta expresión se aplicaba, indistintamente, a diferentes danzas. Calificaba, genéricamente, a una performance desarrolada en un escenario. Sólo a partir de la obra de dos grandes maestros, Kanami y Zeami --padre e hijo--, se estableció una dramaturgia definida, una serie de katas o danzas que se ejecutan regularmente de la misma manera desde hace más de 500 años.
La aparición de la escuela de Nohgaku fue posible, en parte, gracias a la influencia del budismo Zen. El Zen se encontró con todas estas artes escénicas: danzas, ritos, representaciones, pantomimas, etc. No las inventó y, en gran medida, no las modificó, sino que las aceptó como expresiones de un arte popular o cortesano --o de la combinación de ambos--.
El Zen introdujo una matriz de transformación de este tipo de artes. Al exigir de los actores un estado de concentración absoluto durante la performance, al obligarlos a repetir incesantemente sus katas durante toda la vida, al relacionar la performance con la práctica de la meditación, del abandono de sí y de otra serie de valores budistas, produjo una serie de efectos muy particulares.
Estos efectos se ven claramente en la obra del máximo dramaturgo japonés, Zeami. su padre, Kanami, fue el hombre que llegó al mayor grado de perfección en los repertorios de una disciplina llamada sarugaku noh (de saru, “mono”; gaku, “música”), “música de monos”. Originalmente, la expresión era desvalorizativa, porque en su origen, el actor japonés era un intocable. Vivía en el lecho de los ríos secos o era cobijado por los monasterios. En realidad, era un actor trashumante, que no tenía ni hogar ni protección del Estado o de los poderosos. Kanami fue uno de los primeros actores trashumantes adoptado por los grandes templos budistas y, más tarde, por la corte del Shogun. Esto le permitió darle a ese arte popular que él había perfeccionado, una forma mucho más drefinada. Le permitió escribir los argumentos de esas partituras que se habían transmitido oralmente, escribir la música, fijar los repertorios, en fin, constituir algo así como un cuerpo de obras y de música que pudieran transmitirse de una manera no exclusivamente oral, como había sido hasta el momento.
Su hijo fue más lejos todavía. Como protegido del Shogun, Ashikaga Yoshinitsu disfrutó desde su infancia de todos los medios con los que podía soñar un actor. Contó con los medios del Estado para construir teatros, desarrollar una compañía, estudiar, profundizar, pulir el arte que su padre le había transmitido.
Las obras de Zeami pueden leerse ahora por primera vez en español. En España están realizando la traducción de El espejo de la flor y de otros textos que pueden encontrar citados por primera vez en mi libro.
Quisiera sintetizar las ideas de Zeami en una sola expresión: Senu tokoro ga omoshiroki. “Lo más importante es lo que el actor no hace”.
Les recuerdo mi primera definición del drama, no como “acción”, sino como “acontecimiento”. No es hacer, sino hacer acontecer, en todo caso.
El arte de Zeami perseguía, precisamente, lograr un efecto en el espectador a través de la restricción del gesto. Su máxima: que el cuerpo se mueva a siete décimas y la mente a diez. Es decir, que todo gesto físico sea proyectado en un gesto mental, que la amplitud mental del gesto sea superior a la amplitud física. Y por medio de la acción mental, dotar al teatro de una fuerte subjetividad, de una fuerte energía psicológica. Y, a partir de esto, darle una intensidad a esos repertorios que, hasta ese momento, habían sido practicados de manera más ingenua. Hasta que, finalmente, los transformó en una forma de teatro sublime, comparable a las grandes escuelas de teatro que existieron en distintas culturas.
Esto ha sido reconocido por grandes escritores occidentales. Ionesco, por ejemplo, decía que la vanguardia tenía que aprender del Noh. Paul Claudel y Yeats se dedicaron a estudiar el Noh. Ernest Fenolloza fue uno de los primeros estudiosos occidentales del Noh, Ezra Pound redibió de su viuda los preciosos manuscritos que Fenollosa había escrito a lo largo de toda una vida de estudio en Japón y fue a través de sus versiones en inglés que los occidentales pudieron apreciar, por primera vez, la poesía del Nohgaku.
Muchas autoridades intelectuales de Occidente reconocieron tempranamente que el Noh era una escuela superior de arte y el Nohgaku logró conquistar a los occidentales que tuvieron la posibilidad de acceder a alguna rara representación en los teatros europeos.
Creo que el Nohgaku nos muestra una experiencia del teatro que hace tiempo hemos olvidado en Occidente. Hace muchos años ya, Artaud hablaba del teatro y su doble. Según él había degenerado por su logocentrismo; la palabra se había adueñado del escenario del teatro. El teatro se había vuelto literario, había perdido el cuerpo y junto con él, el vínculo con lo sagrado que en algún momento tuvo. Artaud decía que había que recrear el teatro, había que volver al teatro original –al teatro balinés–, al teatro sagrado. Cuando los occidentales tuvieron acceso al Nohgaku, se dieron cuenta de que todavía existía --conservado in vitro igual a como había existido hacía cinco siglos.
Este libro que escribí es, simplemente producto de una investigación libresca, trata de aprovechar el aporte de esos escritores occidentales que estudiaron el Noh, y también, de abrir una serie de preguntas, de desarrollos acerca de cómo podemos entender y estudiar la dramaturgia de Japón.
Me gustaría que ahora hicieran preguntas o comentarios sobre lo que acabo de contarles.
Alumna: En todas las obras de teatro Noh aparece un muerto o alguien que vuelve a contar su pena. ¿La invocación de la divinidad tiene que ver con el acto ritual del actor, cuando hace la representación, o tiene que ver con la temática de las obras?
Docente: Yo creo que una forma de entender qué significa, por ejemplo, la expresión okina watari es recordar esa idea de Stanislavsky, acerca del “sí mágico”. Como parte de sus distintas teorías de composición del personaje, Stanislavsky, dice que hay una instancia de acceso inmediato a la dramatis personae, que el llama “sí mágico”; por ejemplo cuando el actor que debe encarnar el personaje de Shakespeare dice: “Yo soy Hamlet.” Es un momento esencial, en el cual el actor se asume como impersonator, se asume como el otro, y toma su identidad.
Es una suerte de micropsicosis que hace el actor para transformarse en otro. Es lo mismo que invocar a un espíritu, porque, finalmente, supone un acto de transformación mágica, en el cual se puede operar esa composición automáticamente, ser Hamlet o ser Lear, instantáneamente.
En el ritual, ya existe una fórmula con un valor mágico preconcebido. En el caso de la danza de Okina, existe una tradición según la cual en un momento determinado el actor debe pronunciar esa invocación y debe recibir esa presencia, es decir, debe ser medium de esa presencia.
Con respecto al otro tema que mencionaste, existe la creencia en los llamados goryoshin, espíritus de los muertos que volvían a reclamar una venganza, almas en pena.
Volvían a reclamarles a los vivos que hicieran justicia acerca de algo que ellos habían sufrido. Por ejemplo, un pescador muerto por un Samurai vuelve a denunciar su asesinato. El espíritu del pescador atormenta a aquellos que son culpables de ese crimen, hasta que el perdón búdico lo libere, liberando también a los vivos de la persecución de ese mal espíritu.
Un espíritu hambriento de justicia puede afectar realmente a los vivos. En este caso, el actor que representa al goryoshin o espíritu maligno, tiene que corporeizarlo, tiene que hacer que ese espíritu maligno lo posea. Cuando se presenta en escena, él es el vehículo de la liberación de ese espíritu. Todo ocurre como si efectivamente el espíritu volviera a contar su historia.
Alumna: La diferencia es que en el teatro occidental, por ejemplo, en Hamlet, vemos una historia, en cambio acá vamos a ver a un actor poseído por ese espíritu, que hace una especie de limpieza.
Docente: Ian Cott dijo una vez que, si pudiéramos ver Hamlet, la obra de Shakespeare, en clave de Noh, lo único importante sería el espíritu del padre y todas las otras figuras pasarían casi desapercibidas. En Occidente, todo lo importante es lo que rodea el espíritu del padre y, sobre todo, el drama psicológico de Hamlet, su duda acerca de “ser o no ser”.
Desde el punto de vista japonés, lo más importante sería la aparición del espíritu del padre y la posibilidad de que la injusticia de su crimen, que lo ha vuelto un alma en pena, sea purificada por el exorcismo.
El argumento estaría construido para que ese espíritu vuelva y se exprese, para permitir la vuelta de ese espíritu y su liberación. Todos los hechos naturalísticos que giran alrededor serían secundarios, despreciables incluso, no se tendrían en cuenta y se abreviarían a través de recursos dramáticos muy elementales.
Por ejemplo, un monje puede hacer la continuidad entre dos grandes momentos de la obra: el momento donde el espíritu aparece bajo una forma encubierta –un campesino, un pescador, una anciana, etc.–, y la segunda parte, donde se presenta bajo su forma fantasmal.
La implementación de la máscara significa, precisamente, la aparición de un espíritu sobrenatural. En Fuyito, por ejemplo, el actor que, en la primera parte, representa el papel de anciana –ataviado con una máscara de mujer--, en la segunda parte representa al pescador asesinado –ataviado con la máscara de un alma en pena o goryoshin. Cuando entra al escenario ejecuta una danza y un paso que corresponden a un demonio u onimono, el hataraki, desarrollado con pisadas rítmicas mientras la música suena con un ritmo frenético, es la danza del actor que debe corporeizar al demonio.
Hay cinco figuras en las obras de Zeami: los dioses, los guerreros, las mujeres, la locura y los demonios. Esas cinco figuras se corresponden con la metafísica china de los cinco elementos. En todo el sistema del Noh, el número cinco es el ordenador, porque tiene que ver con la alquimia china. En este caso, también hay una transformación significativa: el dios es lo más sublime, lo superior; el guerrero es el que le sigue en valor por su nobleza; la mujer es un escalón posterior, de acuerdo al concepto patriarcal de la sociedad; la locura es un grado en el que habitualmente la mujer cae, según esta concepción del mundo y, finalmente, la transformación en un demonio es el resultado final de la locura. Pero, las figuras arquetípicas describen un círculo; el demonio, una vez exorcizado, se transforma en un dios, en un Buda. Y aaquí empieza nuevamente la secuencia.
Esas dramatis personae, que vamos a encontrar en cada una de las obras de Noh; el dios, el guerrero, la mujer, la locura y el demonio son, básicamente, los tipos corporales que Zeami busca desarrollar, como soporte de sus arquetipos dramáticos. Cada uno de esos arquetipos dramáticos tiene danzas específicas: la danza del dios, la del guerrero, la de la mujer, la de la locura y la del demonio. En cada una de esas danzas, se debe expresar la esencia de ese arquetipo. Por ejemplo, en la danza de la mujer toda violencia debe extinguirse. En la danza del demonio debe aparecer una mezcla extraña porque: “Existe lo horrible en la flor y la ternura en el demonio.”
El demonio no es igual a la figura bíblica de Satán, la encarnación del mal. El demonio es una de las formas de existencia de lo humano alienado, extraviado, pero es algo humano que debe ser asumido e incorporado.
Alumna: Y que si se redime, es porque tiene una parte del dios.
Docente: Exactamente, está cerca de lo divino. La naturaleza divina y la demoníaca son como dos extremos que se tocan.
Cada una de las danzas y máscaras está diseñada para proveer la representación de ese arquetipo, para generar, eventualmente, un fenómeno mágico, que tiene que ver con ese arquetipo. Evidentemente, el actor que aspira a lograr esa excelencia cree en el “sí mágico”, es capaz de asumir y corporeizar esa presencia.
¿Qué hizo el Zen con todo este bagaje teatral?
A partir de algo que estaba dado en el folclore, a través de la práctica de la magia y la manipulación de marionetas –los primeros actores fueron inspirados por los magos y titiriteros– el Zen logró forjar una magia de la representación, una magia del trabajo sostenido, de la repetición, del esfuerzo. Es decir, logró producir efectos mágicos a través de una vida de entrenamiento. Lo que antes brillaba como un fenómeno en el éxito transitorio de un actor, fue transformado en una escuela y en un dato que se obtiene a través de una labor sostenida.
Ustedes se preguntarán ¿hasta qué punto un teatro que sostiene el mismo repertorio no se esclerosa y no pierde su vitalidad? Esto es difícil de saber. Hace poco estuvimos en contacto con un gran maestro de Nohgaku y la sensación que tuvimos fue que ese arte está vivo, mucho más, quizás, de lo que puede estarlo el teatro occidental con sus permanentes innovaciones. Paradojalmente, la repetición triunfó y logró transmitir ese espíritu ancestral que se renueva repitiéndose a sí mismo.
Ahora bien, los cambios que sufrió el Japón durante el siglo XIX dañaron profundamente al Nohgaku, precisamente porque formaba parte de la estética Samurai. Al intentar eliminar el estamento Samurai la restauración Meiji hizo lo mismo con el Nohgaku. La mayoría de las compañías de Noh fueron desbandadas. Se perdieron cosas invaluables, en términos de actores, máscaras y vestuarios. Por suerte, el colapso del Nohgaku duró menos de 30 años.
Paradojalmente, el Noh fue reintroducido cuando una famosa misión, liderada por el barón Iwakura, que tenía el propósito de recorrer distintos países occidentales para estudiar las innovaciones tecnológicas, jurídicas y otras en pro de la modernización del Japón, descubrió que en Occidente había algo llamado ópera y que todas las personas de alto rango iban a la ópera.
¿Qué había en Japón para ofrecerle, por ejemplo, al príncipe de Gales, cuando hizo su primera visita al país? Fue entonces que desempolvaron rápidamente ese teatro que había sido destruido.
Un maestro, Umewaka Minoru, que había vivido en una cocina, comprando con sus ahorros máscaras y atesorando en el medio de la miseria lo que podía salvar del naufragio, fue el que volvió a relanzar el Noh.
Alumna: ¿Con qué está relacionada la temática de las obras Noh?
Docente: El tema del retorno de los muertos tiene que ver con una creencia que apareció en el siglo X-XI, en el período Heian, acerca de la existencia de los goryoshin, los espíritus hambrientos.
Alumna: ¿Hay alguna razón por la cual el Noh tomó esa temática como fundamental?
Docente: hay conexiones importantes. Por ejemplo, cuando ocurría una sequía, una epidemia o cualquier accidente, podía ser atribuido a la enemistad de un goryoshin. Podía haber un espíritu maligno que lo causara. Los rituales de exorcismo y, particularmente, los ritos de marionetas servían para eliminar las presencias malignas.
En una historia muy anterior del Japón había una manipulación de muñecos en rituales de exorcismo y se pensaba que los muñecos podían absorber influencias negativas. Es una creencia similar al Vudú, donde se pone en obra una suerte de magia simpática.
Los japoneses creían en formas semejantes de magia simpática. Por ejemplo, los katashiro eran muñequitos de papel donde se escribían exorcismos. Se los frotaba contra el cuerpo del poseído y después se los arrojaba a un río o se los quemaba. Existían distintas formas de exorcizar a los malos espíritus a través de los muñecos y los títeres.
Esta creencia también fue sustentada en China por el Taoísmo. En el libro de René Shieffert, sobre el Taoísmo, se encuentra una descripción del rol de las marionetas en los ritos de exorcismo que se practicaban en China. Aproveché esa investigación de Shieffert, porque de alguna manera la hipótesis de este libro se basa en que los orígenes del teatro están relacionados con la marioneta por los rituales de exorcismo. Por ende, la actuación de caracteres humanos que emplean movimientos similares a los de las marionetas tiene que ver con este pasado de la dramaturgia japonesa, cuyo “estadio de la marioneta” fue decisivo.
Los que hayan leído a Kántor recordarán su libro “El teatro de la muerte”, empieza con la cita de Craig que dice: “A las orillas del Ganges estaba el templo de la marioneta y de allí fue robado el secreto del teatro.” En la India, en China, en Indonesia el teatro de marionetas es esencial para el origen de todas las formas de teatro en Oriente.
Alumna: Tiene que ver con las máscaras, también.
Docente: Exactamente. El actor que porta una máscara funciona como un muñeco, en realidad, porque a la vez la máscara limita sus movimientos, limita su visibilidad, limita la percepción de su cuerpo.
Pero hay otras razones importantes. El Budismo considera que los hombres son como marionetas y que existen mientras los hilos de la vida no se corten.
En la concepción judeo-cristiana, los hilos los maneja un Dios titiritero, como aquel imaginado por Bossuet; mientras que en la concepción budista, los hilos están dentro del muñeco. Las marionetas japonesas tienen hilos que corren por adentro.
Schopenhauer decía, parafraseando al Budismo, que “los hombres son como marionetas”, no están movidos por hilos manejados por un dios –como en la historia de Bossuet--, sino que están movidos por hilos internos.
El Budismo cree que los hombres, tal como las marionetas, pasan por este mundo y al morir, caen en pedazos rotos, como lo dice un famoso poema Zen citado por Zeami. La representación del hombre como marioneta tiene que ver con la idea de la transitoriedad de la existencia.
Los Samurai gustaban definirse a sí mismos como marionetas humanas, en el sentido de que tenían la capacidad absoluta de obedecer, como un muñeco: cuando recibían la orden de morir, la ejecutaban; cuando recibían la orden de matar, la ejecutaban. Cuando el absurdo de su vida los confrontaba con cualquier tipo de sinsentido, gustaban evocar la idea de que el hombre es una marioneta.
El libro del Maestro Hagakure dice: “Los hombres son como marionetas. ¿Quién estará aquí el próximo Día de los Muertos?”.
Un Samurai ha sido designado para suicidarse y así encubrir una falta que su señor había cometido. Para justificar su muerte, junta a todos los vagos, a los borrachos del pueblo. Da una función de marionetas y después se suicida.
¿Qué quiere significar con esto? Como una marioneta, tiene que ejecutar esa triste suerte de matarse por el pecado de otro. En su condición de Samurai, la lealtad al Señor está primero, es por lealtad que debe ocultar los verdaderos motivos de su muerte. La idea de la marioneta tiene que ver con esta concepción fatalista de la condición humana.
Alumna: El suicidio tampoco es una forma de libertad, entonces, porque la libertad es una ilusión.
Docente: No hay libertad en esta concepción del mundo. La libertad es una idea griega, apropiada por Occidente. Aquí no existe la noción de libertad. El motto de los Samurai dice que: “El deber es pesado como una montaña y la vida es liviana como una pluma.” Para el Samurai lo primero es cumplir con su deber. Su vida no tiene importancia y debe renunciar a ella; es tan fuerte el peso del deber que la vida humana, confrontada con una obligación tan gigantesca, tiene un valor muy limitado. Por eso se la representa como una flor de cerezo, que vive fugazmente y que es arrasada por el viento.
El teatro budista representa este mundo transitorio, donde la vida individual tiene escaso valor ante la fatalidad. Sin embargo, y como producto de valores prebudistas, es parte de las tareas del teatro sostener la idea de la longevidad. La danza de Okina, que preside las artes escénicas, es una danza en pro de la longevidad. Los maestros de teatro de Japón viven muchos años. El teatro se considera una actividad muy sana, porque la danza, el entrenamiento, la concentración y el estilo de vida monástico de un actor suponen una vida larga y productiva.
La flor, que es asociada al Samurai, por la fugacidad y belleza de su vida; se transforma para el Noh en “la flor que nunca se marchita”. Es la idea de una flor que se puede preservar más allá del desgaste del tiempo. En oposición al Samurai, cuya flor es cortada apenas florece. El maestro de Noh, es capaz de sostener la belleza de la juventud en la ancianidad a través del entrenamiento y de la meditación y la repetición de los katas.
Los mayoría de los movimientos del Iaido, el arte de los Samurai, fueron codificados en la misma época en que se creo el Nohgaku, para ello se empleó el mismo método la repetición de coreografías o Katas. En el arte del Iaido, el ideograma de la larga vida kan, es asociado al de la buena suerte man, ambos derivados del sánscrito. El que practica y medita con su sable tiene una larga vida, porque nunca lo usa para matar.
Existe el sable de la sabiduría --katsujin no ken-- que da vida y el sable de la ignorancia --satsujin no ken--, que mata. Como dijo Chuan shu, el sable de “la menor valentía”, es el sable del coraje pero, “el sable de la gran valentía”, es el que está en armonía con en mandato del cielo.
El gran maestro Yagyu Tajima no Kami Munenori afirmó: “no sé como derrotar a otros sólo sé como vencerme a mí mismo”.
Precisamente, esa forma de la esgrima adopta las referencias del teatro: el maestro practica en soledad –hitorigeiko-- y su práctica es codificada en un kata, igual que la danza del Nohgaku. Su actividad es la creación de esos kata que, en realidad son luchas imaginarias contra sí mismo.
Recordemos que, in illo tempore, el shamán peleaba con su sable contra los demonios. Cortaba con su sable a los demonios invisibles, al igual que los magos que actuaban en las puertas de los templos.
Para el Zen se trata del iai nuki, de “cortar el vacío”. Ya no hay enemigo, el enemigo es uno mismo, hay que vencer al enemigo interior. Con los medios del teatro la esgrima se transforma en la lucha consigo mismo.
Alumna: Yo me pregunto por qué el teatro tiene tanta relación con los muertos y contiene una carga tan grande de tristeza.
Docente: Los motivos del teatro son realmente muy tristes, siempre son historias desgarradoras.
Alumna: ¿Cómo se llega a esa concepción de la vida?
Docente: En principio, debemos recordar que para el Budismo, el mundo es triste y la existencia es dolor; sin embargo el dolor es redimido por la sabiduría.
En el Nohgaku existía también el llamado kyogen una suerte de comedia. También en la tragedia griega las piezas sobre la fatalidad eran sucedidas por una comedia.
¿Recuerdan la famosa película “Nunca en domingo”? Melina Mercouri, la actriz principal, que encarna a una prostituta, va a la tragedia y se ríe y cuando va a la comedia llora. Esto es muy importante.
En el Nohgaku también hay una toma de distancia del dolor de la existencia. Hay humor y farsa –modoki--, que se intercala entre las escenas trágicas. Asimismo, en la medida en que se representan las cinco obras, se produce un movimiento hacia la redención. Empezamos por el noh de los dioses, que es la introducción. El plato fuerte es el noh de los guerreros. Después de la guerra, vienen las historias de amor. El amor conduce a la locura y esta última nos transforma en demonios. Pero, finalmente, los demonios son exorcizados y los exorcismos terminan en una especie de himno triunfal, con algún sutra o canto devocional.
La forma de representar la vida del siglo XIV y XV en Japón resulta para nosotros tediosa y difícil de comprender. Esto es lógico, es otra sensibilidad, es otro mundo. Hay una gran simplificación en cierto tipo de sentimientos que nosotros buscamos analizar en nuestro teatro psicológico naturalista.
El Nohgaku, por su parte, es un teatro literario. Recordemos lo que vimos en nuestra última reunión acerca del sabi wabi, esa tendencia a la tristeza, a la melancolía, el aware y la búsqueda de la belleza fantasmal o yugen. Todo la estética literaria del Budismo se expresa en el teatro Noh.
La gran tarea de Zeami fue remitir esas alusiones literarias a las grandes antologías imperiales de poesía, vincularlas al canon clásico de la literatura y, por lo tanto, transforma un teatro de tipo folklórico popular en un teatro de tipo literario aristocrático. A nosotros nos cuesta disfrutar de esa literatura, porque está escrita en otra lengua y porque tiene una lógica y unas alusiones que muchas veces no podemos captar. En realidad, para asistir a una sesión de Nohgaku y entender las alusiones hay que ser un entendido en literatura japonesa. Es un teatro culto que sólo puede ser comprendido por una elite educada.
Alumna: ¿Es verdad que el teatro era interpretado por hombres, solamente?
Docente: La incorporación de mujeres al escenario era un tema tabú en Japón, porque la vida de la mujer estaba marcada por restricciones muy severas. Se consideraba, inadecuado para las mujeres hacer una representación en público. Por lo tanto, las mujeres fueron representadas por hombres en la mayoría de las artes escénicas. Esto también tiene que ver con un distanciamiento del naturalismo. Lo que se busca, precisamente, es un teatro simbólico, donde lo que es representado es el espíritu femenino y no la mujer real. En ese sentido, el hombre debe captar esa naturaleza, ese arquetipo, tal como lo explica Zeami en sus ensayos sobre los distintos tipos corporales.
En Japón existe una figura, el onnagata (de onna, “mujer” y gata, “forma”), es el que representa la forma de la mujer. No es un travesti (la imagen más común que viene a nuestra mente), sino que es un hombre cuyo rol consiste en representar a una mujer. Se entrega de tal manera a ese arquetipo que lo vuelve permanente, lo vuelve un dato de su existencia y no un dato solamente teatral. Existieron famosas figuras en la historia del teatro japónés que han adoptado ese estilo de vida del onnagata. Es un transgénero que no puede ser definido exactamente --aunque evidentemente se lleva muy bien con una disposición homosexual, también ha sido desarrollado por heterosexuales.
Alumna: La última vez que vino una compañía japonesa, había una mujer.
Docente: En el Japón actual, regido por una constitución democrática moderna, ese tipo de restricciones son ya inactuales. Por ejemplo, la noción de intocable –eta--, ya no existe. Sería ridículo, en este contexto, prohibir que las mujeres bailen el Noh. Estas cosas pertenecen al pasado.
De todas maneras, se considera que sólo un hombre puede llegar a la estatura de un gran maestro. No existen grandes maestras de Noh, hasta ahora la tradición ha triunfado.
Alumna: Todavía ahora se discute si una mujer puede ser reina.
Docente: Sí, pero los japoneses han dado saltos muy grandes. Por ejemplo, el emperador ahora puede casarse con una plebeya. Mientras que antes el Mikado era consanguíneo, fue la última dinastía consanguínea de la historia y se habían casado entre el mismo genos durante muchas generaciones. Ésta es la primera vez que el emperador se casa con una plebeya.
A pesar de esos prejuicios, que podemos considerar inadecuados desde nuestra mentalidad occidental, sus efecto fueron interesantísimos. Al tener que representar algo tan diferente de sí mismo, un actor masculino tuvo que elaborar un gran arte de la transformación para poder lograr su objetivo. Tuvo que cambiar su naturaleza por otra.
Zeami nos dice: “En la danza de la mujer, toda violencia debe ser extirpada.” El actor que representa a la mujer debe abolir todo signo de violencia para componer su personaje. Esa idea es interesante. En Occidente, representaríamos a la mujer llena de violencia.
Pero en la medida en que se trata de un arquetipo y no de la mujer real, se supone que aquello que da el tono de alma del arquetipo femenino es la ausencia de agresividad.
Es interesante estudiar la descripción de los tipos corporales y cómo se aplican a las distintas obras de Zeami. Se trata de una técnica del cuerpo. Obviamente, porque se trata de un actor que danza y canta, no de un actor que dialoga e interpreta. Aquí el cuerpo es el instrumento fundamental.
La máscara limita pero, a la vez, crea una serie de diferencias con respecto a la actuación común. La primera es que el actor que porta una máscara tiene que tener un entrenamiento muy particular, porque su visión está limitada, y todo lo que realiza desde el interior de la máscara es un superesfuerzo.
En el Budismo, el uso de la máscara era considerado un entrenamiento iniciático llamado Kamen gyodo o áskesis de la máscara. El kamen es una máscara parecida a un casco que cubre por completo la cabeza hasta el cuello. Los monjes usaban un casco-máscara de madera y tenían que permanecer dentro de el durante tres días orando, caminando y meditando. Tenían que soportar la soledad de la máscara, la dificultad para respirar, la transpiración y todas las molestias subsecuentes. Lo mismo ocurre con el actor de Noh, quien tiene que sostener dentro de la máscara el equilibrio y la visión a través de diminutos orificios.
Hay una famosa anécdota acerca de un maestro de esgrima al que se le pide que observe la concentración absoluta de un maestro Noh, después de la función le dice que ha notado una brecha durante su perfomance. El maestro le contesta que es porque había visto un grano de arena en el escenario. Su percepción estaba tan desarrollada, que ese grano que había visto había perturbado su representación. Evidentemente, aquél que quiere mirar desde adentro de una máscara, tiene que tener un grado de concentración muy alto y una percepción muy desarrollada.
Zeami utiliza la expresión Riken no ken. Ken, significa aquí “ver”. Riken no ken es la capacidad de mirar desde el punto de vista de la audiencia, la capacidad de mirarse a sí mismo. El actor tiene que dominar la mirada envolvente desde el interior de la máscara, es decir, tiene que dominar todo el espacio por el cual camina y verse a sí mismo permanentemente para poder trabajar desde la máscara. Este entrenamiento es el que produce una transformación en el actor. Es un entrenamiento muy difícil, que lleva largos años y toda una elaboración psicofísica. También existe la noción del uso del rostro como máscara, hitamen. Ésta es otra disciplina muy ardua.
Una de las cosas que hemos perdido en el teatro de occidental es el uso de la máscara, lo hemos abandonado hace mucho tiempo. Realmente, el teatro necesita recuperar el uso de la máscara, el arte de la marioneta.
Como dijo Paul Margueritte “Los títeres impersonales, criaturas de madera y cartón, poseen una extraña y misteriosa vitalidad. Su apariencia nos sorprende, nos inquieta; porque en sus gestos esenciales está contenida la expresión completa de los sentimientos humanos.”
Kántor fue uno de los creadores modernos que volvió a la estética de la marioneta y con ella a esos recursos ancestrales del teatro que se habían perdido, porque el naturalismo había aniquilado toda la sabiduría ancestral del teatro.
Por la misma razón importante que el teatro japonés se haya sostenido en contra de la mímesis, en contra del naturalismo; que haya siempre devaluado la imitación. Si no hubiera ocurrido de esa manera, nunca hubieran sobrevivido este tipo de formas tradicionales. La naturalización, la imitación acaban con el teatro.
En el aspecto literario, habíamos hablado de ese juego de escuchar el incienso y es decir la idea de la evocación poética, el renku. Es muy fuerte en la cultura literaria japonesa el arte de la alusión y la memoria que supone registrar las alusiones. El Noh, su poesía, su texto, están centrado en ese tipo de idea, en la capacidad que tiene de evocar, de aludir. El texto se dirige siempre al sentido de la alusión.
Alumna: ¿Los tipos corporales aparecen en todas las obras?
Docente: La noción de tipo corporal está expresada por Zeami en un famoso ensayo, Nikyoku santai: “Los dos elementos y los tres tipos corporales”; por “dos elementos” se entiende: el canto y la danza; por “tres tipos” las dramatis personae: el viejo, el guerrero y la mujer. Cada obra está dominada por un arquetipo y cada arquetipo se corresponde con un determinado tipo corporal.
En cada una de esas obras se cuenta una historia y se danza, acorde con esa historia, ese único rol. No hay protagonista y antagonista, casi no hay diálogo, no existe ninguna de las formas dramáticas a las que nosotros estamos acostumbrados. Se trata, como decíamos, no de algo que ocurre, sino de alguien que llega: un guerrero que vuelve a contar su historia; una mujer que vuelve a narrar su enloquecimiento por la pérdida de un hijo o de su esposo, o una historia de amor; o un demonio que finalmente llega también a reclamar a los vivos una injusticia, etc. La obra es unilateral y monotemática. Tiene un solo arquetipo y narra una sola historia. Pero, como ya hemos visto, los arquetipos se van sucediendo unos a otros.
Una sesión de Noh podía durar varios días. El Noh era un teatro esotérico que se representaba en el interior de un castillo, con cierto tipos de códigos excluyentes. Cada tanto, había funciones públicas –Kanjin Noh-- por los motivos que ya mencionamos: el exorcismo, etc.
Era muy importante captar la atención del público. Para nosotros es obvio que el público va a concentrarse o va a sostener la atención durante una obra. En Japón eso era considerado el principio del arte, la posibilidad de hacer algo interesante. Omoshiroki, “lo interesante”, también puede ser traducido como “un rostro blanco”. Originalmente, omoshiroi significa un rostro pintado de blanco con pasta de arroz, la máscara primitiva. Similar a aquella de los primitivos hypocrites gruiegos que se pintaban el rostro con levadura. La máscara es el instrumento privilegiado para provocar lo interesante, lo insólito.
Alumna: Esto que usted menciona se parece al teatro público medieval religioso.
Docente: Los Autos de fe.
Alumna: Sí, o las representaciones que se daban durante días.
Docente: El Budismo utilizó el teatro como vehículo pedagógico. Los templos sostenían festivales de danzas y de teatro, donde permanentemente se representaban obras clásicas. Por ejemplo, el Shishimai, “la danza del león”, es una danza que narra la posesión. La máscara del león posee a una persona, que baila y expresa esta metamorfosis. Éste era considerado uno de los repertorios básicos de los templos, estaba en casi todas las artes dramáticas más primitivas. Los templos llegaban a los pueblos con sus festivales. Las compañías de los templos llegaban, quizás, cada diez años, y para el pueblo era un acontecimiento.
Alumna: En el caso de Fujito, que trata sobre un pescador que fue muerto por un Samurai y vuelve a reclamar justicia, ¿qué tipo corporal predominaría?
Docente: Él es un demonio, claramente. Cuando llega el pescador, se ve que tiene el rostro deformado, porque ha sido arrojado al agua. Es un ahogado. Llega con el rostro de un muerto.
“El Demonio
Este rol pertenece más particularmente a la escuela de Yamato. Es extremadamente difícil. En su conjunto, los demonios tales como los espíritus vengativos o posesivos que ofrecen un apoyo al interés son de una interpretación fácil. Si uno interpreta el hataraki con los ojos fijos sobre su compañero, ejecutando minuciosamente los movimientos de las manos y los pies y apoyándose sobre el ritmo de la percusión, el interés encuentra un soporte. Si uno realizara fielmente un auténtico Demonio de los infiernos, carecería totalmente de interés; sería, simplemente, horrible.
Porque este rol presenta grandes dificultades técnicas, aquellos que lo interpretan de manera interesante son raros. Sus caracteres esenciales deberían ser el poder y el horror. Ahora bien, el poder unido al horror excluye todo sentimiento de interés.
Resumiendo, la mímica del Demonio presenta dificultades considerables. En la medida en que su interpretación sea fiel, tiene la probabilidad de no ser interesante. El horror es la esencia del personaje. El sentimiento del horror y el interés se oponen como el negro y el blanco. El que sepa interesar actuando como Demonio será reconocido como un actor de gran habilidad.
No obstante, aquel que no interprete correctamente más que a los Demonios, no tiene ningún conocimiento particular de la flor. En consecuencia, el Demonio, aun si parece interpretado correctamente por un actor joven, carecerá totalmente de interés. No debe lamentarse que, quien interpreta solamente a los Demonios, no sea interesante aun como Demonio. Por eso mismo se impone un estudio detallado.
En una palabra, dotar de interés a un Demonio es ‘buscar la eclosión de una flor en un arrecife’.”
Estas palabras de Zeami pueden darnos alguna clave para comprender la representación del Demonio, a mí me parece que, en este caso, el tipo corporal es muy similar al del guerrero. De todas maneras deberíamos cuidarnos de una aplicación mecánica de las doctrinas de Zeami.
Por ejemplo, hay una obra famosa, donde existe la figura de un niño muerto en la tumba. Pero como dice Zeami, no es importante que el niño esté en la obra, sino que es importante la expresión de la madre que mira al niño.
Según la opinión de Zeami acerca de la pieza de su hijo Kanze Motomasa, Sumidagawa. “A propósito de la pieza Sumidagawa, Zeshi decía: ‘Es más interesante si no hay ningún niño en la tumba’. El sujeto de esta obra no es un niño viviente, sino el espíritu de un niño muerto. Antes que nada hay que representar el verdadero carácter de la historia. Sin embargo Motomasa decía que para él esto no era posible” . Mientras que Motomasa se inclinaba por la aparición en escena de un niño que saliera de la tumba, representando literalmente lo que narra la historia, Zeami —llamado aquí Zeshi—, proponía que la presencia del fantasma del niño fuera el resultado de la interpretación del actor que representa a la madre.
En realidad, toda la estética de Zeami está contenida en una frase enigmática: “Lo más importante es lo que el actor no hace”: “Ocurre que el público realiza el siguiente juicio sobre un actor. Es en la no interpretación que está lo interesante. Aquí hay una disposición de espíritu que es el secreto del actor. De hecho, los dos elementos, la acción, los diversos géneros de mímicas son, sin excepción, técnicas que ponen en acción el cuerpo. Lo que yo llamo no interpretación es el intervalo que las separa”.
Recuerden esa idea del renku: “hay que poner la mente en lo que no está escrito”.
Habíamos hablado del maestro Shinkei, el decía que lo más importante en los versos encadenados es lo que ocurre en el salto de sentido, precisamente, aquello que se insinúa entre un enunciado y el otro. Ahí está lo interesante, ahí hay que poner la atención: no en lo que se dice, sino en lo que no se dice.
Yeats, que vio varias obras de teatro Noh, decía que los actores orientales, al revés de los occidentales, adquieren su máxima tensión en el momento de quietud. El actor occidental pone toda la fuerza en la acción y, cuando termina la acción, se desinfla. En el Noh, por el contrario, es en el momento de no acción cuando el actor tiene que estar más concentrado. Así el actor sostiene lo que hizo antes y lo que va a hacer después. La disposición energética para la actuación es totalmente distinta. Privilegia que la concentración no se apague, no decaiga después del gesto. El gesto –que, como habíamos visto, está restringido por la consigna: “mover el cuerpo a siete, la mente a diez”– se autolimita y ese espacio vacío es llenado por la concentración del actor.
En ese momento es cuando el actor adquiere mayor poder magnético sobre la audiencia, no cuando actúa, sino cuando termina ese gesto inconcluso y adquiere su máxima tensión en la no acción. Escuchemos a Zeami
“En una concentración del espíritu que hace que en el momento en que cesamos de danzar, en el instante en que cesamos de cantar o en toda otra circunstancia, después de una pausa en el texto o en la mímica, permanecemos en guardia, conservamos nuestra atención. La emoción creada por esta concentración de espíritu, exhalándose fuera, constituye el interés. De todas maneras, sería malo que desde el exterior pudiera percibirse esta concentración del espíritu. Si fuera percibida, degeneraría en un procedimiento. Ya no sería más no interpretación. Es en un grado de no conciencia, por una actitud mental en la que vuestro espíritu permanece oculto para vosotros mismos, que es necesario realizar la unión entre lo que precede y lo que sigue a los intervalos de no interpretación”.
Pero como corolario de esta idea Zeami dice que “si la no acción fuera percibida como tal, ya no sería la no acción”.
Alumna: Me parece que ni siquiera consiste en llenar el vacío, sino en atravesarlo. Si el vacío se llena, de nuevo es acción.
Docente: Claro. Si la no acción se ve, es otra vez acción. Al maestro le preguntan: “¿Cuál es el primer principio del zen?” Y él contesta: “Si se lo dijera, ya sería el segundo principio.” Es lo mismo: si la no acción fuera evidente como tal, ya sería acción.
Alumna: Quizás, la energía está llena de la idea de lo que va a ser, concentran la energía en aquello que van a hacer, antes de hacerlo. ¿Por eso es tan importante?
Docente: Yo creo que hay una dimensión del Noh que es puramente mental. En realidad pasan muy pocas cosas.
La obra está regida por un principio rítmico llamado yo ha kyu. En primer lugar, tenemos la introducción. Luego, tenemos aquello que Kurosawa traduce por “destrucción”, porque dice que es una ruptura y no un desarrollo o una explicación. Por último, la conclusión, que es la máxima intensidad.
En vez de seguir el esquema de la parábola, típicamente occidental, la obra comienza con una ruptura, luego sube y finalmente da otra subida, y termina en el tono más alto. La labor del actor es sostener la concentración a lo largo de todo ese proceso, magnetizar a la audiencia, crear el efecto de lo interesante durante todo ese proceso, sin que su concentración decaiga, sino al contrario, que vaya in crescendo hasta el final, que es elegíaco, porque suele terminar con el canto de un sutra.
Lo que se busca con la no interpretación es, en primer lugar, que nada de lo que allí ocurre pueda ser traducido a una escena real y, en segundo lugar, que nada de lo que ocurre sea a través de un gesto manifiesto. Todos los gestos deben ser dominados por formas que podríamos llamar de hipomorfismo. Por ejemplo, si hay que representar un carrito de sal, el carrito es muy chiquitito. La figura del actor aparece llenando el carrito de sal con un abanico. Esto representa a la joven que juntaba agua del mar para llevar al saladero en el carro. Fíjense qué forma onírica de representarlo: vemos a un actor enmascarado, vemos un pequeño carrito y vemos cómo hace el gesto con el abanico para llenarlo de agua.
Dentro de ese código, la no acción es esencial. Evidentemente, es una textualidad absolutamente artificial, no real. Para darle sentido a esa textualidad, la estética postula una restricción del gesto y una capacidad mental de cubrir esa restricción con una gestualidad mental, con una concentración, con una magnetización.
Alumna: De ahí la idea de acontecimiento, y no de acción.
Docente: Exactamente. Como dice el Tao te King: “No hay nada que el no hacer no haga.” Nosotros vivimos en la cultura de la acción. Traducimos drama por “acción”.
Drama es “acontecimiento”, y no-acción también es acontecimiento, de hecho, es lo más intenso. Es fácil decir todo esto, pero los que comprenden esto han estudiado toda una vida para lograrlo.
En el cine estamos acostumbrados a conocer el valor de la no acción. En el close up, un rostro muchas veces representa toda la acción y todo el espectáculo del mundo. Un rostro humano, en un momento determinado, es capaz de significar muchísimas cosas, a través de una simple mirada.
En el Noh pasa todo lo contrario. El actor debe pasar por un esfuerzo muy grande para lograr esa excelencia. Por eso es que un actor queda absolutamente desgastado después de una performance. Entra en trance y sale de él totalmente agotado cuando termina su trabajo.
Alumna: Muchos actores occidentales tomaron algunas de estas técnicas. Hay muchos métodos de entrenamiento que copian muchas cosas de ese estilo.
Docente: debemos recordar que, que el actor al que nos referimos es un practicante del Zen, cuya disciplina es la concentración permanente, obviamente está en una experiencia muy distinta que la de un actor profano.
Una bailarina occidental hace la práctica del foco y los actores tienen distintas técnicas de concentración. Pero otra cosa es vivir concentrado 24 horas por día, lo que supone una condición quasi monástica del actor. Es el único recurso con el que cuenta. Zeami utiliza una expresión: “la única mente-corazón que reúne en sí todas las fuerzas”.
Ahora bien, como se trata de un teatro pedagógico, intenta promover en el público la misma actitud. Lo que se busca, finalmente, es lograr compartir con el espectador esa concentración absoluta. Y es en ese puente entre actor en trance y público magnetizado donde se produce la magia del Noh.
En el Noh vemos, como se dice habitualmente, “la otra escena”. No vemos lo que está ocurriendo realmente, sino que hay trazos musicales, gestuales, visuales, ritmos y colores que van componiendo una representación. Entre nosotros y el actor hay una serie de fantasmas que empiezan a aparecer. Como decía Mallarmé: “Escribo esto para el lector que lo pone en escena con su propia mente.”
Una perfomance de este tipo nos obliga a hacer otra puesta en escena interior, componer con los datos de los sentidos un resultado mental. En un sueño, una imagen se superpone a otra; en el discurso diurno reconfiguramos y armamos una narración acerca de ese sueño. Pero en el sueño, en realidad, nunca hubo esa linealidad. Freud hablaba de Darstellung, “la puesta en escena del sueño”. Es la idea schopenhaueriana de que en el sueño nuestra mente actúa como un director de teatro y pone en escena lo que ocurre en los repliegues de lo inconciente.
En estado de vigilia, lo recomponemos en una narración lógica, una anamnesis, pero en el sueño se presentan sensaciones y estímulos a veces muy disociados unos de otros. En el Noh ocurre lo mismo. A veces nos ofrece trazos visuales, micromovimientos de la máscara, que realmente tienen un carácter casi subliminal, porque uno casi no los percibe. La máscara, moviéndose para arriba, para abajo, paneando en distintas formas, confiere cierto tipo de significación, como decía Guattari “trazos de facialidad”.
Una vez tuve la suerte de asistir a una performance de Hayashine kagura, o “danza de los dioses” que realiza una orden de monjes, Yamabushi, de la montaña de Hayashine. (Tuve la suerte de verlos en París durante un evento sobre el Shamanismo organizado por la UNESCO).
Se trata de una forma muy antigua del Noh, casi un eslabón perdido entre la manipulación de marionetas y la actuación propiamente dicha. Allí pude ver a un monje muy corpulento, con unas manos gigantes, que usaba una mascarita de mujer mientras sujetaba un pequeño kimono. Escondido detrás de esta parafernalia tan precaria, bailaba y se movía, usando la máscara y la ropa como una especie de marioneta articulada con su cuerpo. Todo esto es bastante grotesco dadas las dimensiones del monje y lo pequeño de su atavío. Cuando empieza la performance, resulta algo extraño ver a ese hombre ahí agazapado. No tiene ninguna credibilidad. Pero, a los pocos minutos, uno empieza a interesarse y a olvidarse del monje. En un determinado momento –no sé si esto es habitual–, hay ciertos movimientos de la máscara que se clavan en el escenario, y uno se queda absolutamente fascinado. Entonces uno ve a la mujer, a la princesa, a la dama amorosa, y aparece la visón onírica de esa figura femenina ancestral. Uno percibe a la mujer y percibe ese gesto femenino en abstracto. Hay algo muy especial en ese monje, no es un actor común, porque logra que uno se fascine con lo que él hace. Evidentemente, tiene un gran poder magnético. No es un puro titiritero. No es lo que hace, en sí, lo que atrae, sino que hay una fuerza misteriosa que se expresa en esa acción.
Es un teatro mágico, que tiene un fuerte ancestro chamanístico. Ese arte de evocación es muy superior a la mostración y a la representación. A mí me sorprendió, realmente, y me di cuenta, viendo ese eslabón perdido del Noh, cómo esto fue pulido, estilizado, mas tarde. Esta fue la forma original: un trabajo de títeres adosados al cuerpo.
Evidentemente, la complejidad de nuestro teatro, el valor que le damos a los argumentos, a las cosas que queremos decir, a lo que queremos mostrar, la polivalencia del lenguaje teatral van en contra de la concentración. En cambio, este teatro ancestral es muy simple, quiere demostrar una sola cosa. Opera con la máxima economía de recursos. Va al grano, va a producir el efecto teatral puro y simple, a saber, el gesto de la mujer amorosa. Nosotros queremos decir tantas cosas en una obra, hay tantos focos de atención y tanta energía que se pone en juego, que nunca logramos ese poder de concentración. Tenemos la sensación, a veces, de que los actores se bambolean en el escenario: van para acá, van para allá, hablan, dicen, vienen, suben, bajan. Vemos poco ese paralelogramo de fuerzas, el momento en que se produce la concentración y se produce la convergencia del público y el actor. Es un teatro de múltiples focos, de múltiples mensajes.
Aquí tenemos, en cambio, el teatro en su forma más elemental, más pura y más simple, pero ella sólo es posible como resultado de “la mente-corazón que reúne en sí todas las fuerzas”.
Hay una anécdota con la que voy a terminar esta reunión:
Un joven seguía a una vieja dama japonesa por las calles de la ciudad. De pronto, ella se dio vuelta y le habló:
–¿Por qué me estás siguiendo?
–Porque usted es muy interesante.
–No es verdad –respondió la dama–. Soy demasiado vieja para ser interesante.
Entonces, el joven le confesó que deseaba ser un actor de Noh y representar a las antiguas damas. Imperturbable, la vieja dama le advirtió que si deseaba hacerse famoso como actor, no debía observar la vida y fingir una voz de anciana apagando la música de su propia voz.
–Debes saber cómo sugerir a una anciana. El secreto debes buscarlo en tu propio corazón.

Gabriel_Sarando
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