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Entrevista con Octavio Paz, México D.F. noviembre de 1978

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Mensaje  Gabriel_Sarando Lun Mar 01, 2010 2:34 pm

Entrevista con Octavio Paz, México D.F. noviembre de 1978 Octaviopaz



Gabriel Sarando: Ud. ha escrito recientemente: ”los disidentes son el honor de
nuestra época”. ¿Cuál es la relación entre la disidencia y el oficio de escritor?

Octavio Paz: Desde joven hice mía una máxima de André Gide: “el escritor debe saber nadar contra la corriente”. La máxima es válida para todos los hombres.

Gabriel Sarando: hay un antecedente histórico de lo que hoy llamamos “disidencia”,
me refiero a la obra de Albert Camus y a la famosa polémica con Jean Paul
Sartre a la que ésta dio origen. ¿Podría hablarnos de su relación con Camus? ¿Piensa que “El hombre rebelde” conserva vigencia?

Octavio Paz: conocí a Camus cuando él escribía L’homme revolté. Por cierto, traducir revolté por “rebelde” no es enteramente exacto. En la palabra “revuelta” hay matices y significados que no aparecen en “rebeldía”.
En mi ensayo “Corriente Alterna” procuré mostrar los distintos sentidos de los términos “rebeldía”, “revuelta” y “revolución”. “Rebeldía” es un término de origen militar y tiene un matiz individualista; “revolución” y “revuelta” son palabras hermanas, pero “revolución” es más intelectual; es un término filosófico, mientras que “revuelta” es un término más antiguo y espontáneo. La “revolución” es la “revuelta” convertida en teoría y sistema.
El libro de Camus hubiera ganado mucho si él hubiese hecho una distinción más precisa entre la antigua y sana “revuelta” y la moderna “revolución”. No ha sido el rebelde sino el hombre revolucionario el que, desde el siglo XVIII, ha hecho de la “revuelta” un sistema y del sistema una tiranía…
Conocí a Camus en un homenaje a Antonio Machado, en París. Los oradores fuimos Cassou y yo; María Casares recitó unos poemas. A la salida, terminado el acto, un desconocido se me acercó y me manifestó calurosamente su aprobación por lo que yo había dicho. María Casares lo presentó: se trataba de Albert Camus. Eran los años de su celebridad y yo era un poeta hispanoamericano anónimo, perdido en el París de la postguerra.
Pero su acogida fue muy generosa. Después nos vimos muchas veces y juntos participamos, en 1951, de un mitin, organizado por un grupo de anarquistas españoles en ocasión del 18 de julio, en el que también participó María Casares.
Por mi parte, leí algunos capítulos de L’homme revolté en diversas revistas y
él mismo me explicó el argumento general de la obra. Discutimos mucho sobre
algunos puntos –por ejemplo, su crítica al surrealismo– y le previne que el
capítulo sobre Lautréamont provocaría la cólera de André Breton. Así ocurrió.
Creo que a todos nos dolió esa escaramuza, sin excluir al mismo Breton. Años
después lo oí hablar de Camus con encomio. En esos días Sartre estrenó Le diable et le bon dieu. Fui a una representación y me impresionó la justificación jesuítica de la “eficacia” revolucionaria que contiene esa obra. Es el reverso simétrico de la imagen que ofrece la teología que inspira al teatro español del siglo XVII.
A los pocos días almorcé con Camus y le dije: “acabo de ver la pieza de Sartre” –él no la había visto aún–, “se trata de una apología indirecta del stalinismo. Cuando aparezca su libro, de seguro Sartre lo atacará”. Me miró con incredulidad y respondió: “tengo sólo tres amigos en el mundo literario de París. Uno de ellos es Malraux. Me he alejado de él por su posición política. Al otro, Sartre, me liga sobre todo una relación intelectual. El tercero, al que me une algo más que las ideas, es el poeta René Char, un amigo fraternal. Ninguno de los tres me atacará”.
Como su respuesta me sorprendió, le dije: “si, Malraux nunca lo atacará, se lo prohíbe su estética heroica y teatral; sería un gesto indigno de su personaje. Char tampoco lo atacará; es un poeta y, esencialmente coincide con usted, o usted con él. Pero Sartre es un intelectual y para él, a la inversa de Malraux, la vida de las ideas es la verdaderamente real –aunque en su filosofía pretende lo contrario. Al hombre que ha escrito Le diable et le bon dieu tiene que parecerle una herejía lo que usted dice en L’Homme Revolté y condenará a la herejía y al hereje en el tribunal filosófico” …
“No me creyó. Días después, la revista de Sartre desencadenó el ataque en su
contra. Cuando llamé por teléfono a María (Casares) y le pregunté por Albert, me dijo apesadumbrada: “Se pasea por la casa como un toro herido”.

Gabriel Sarando: el tiempo ha pasado y los personajes de este drama aparecen bajo una luz diferente. ¿Qué podría decirnos de los últimos años de Breton?

Octavio Paz: Breton no sólo fue incorruptible sino lúcido. Pero, en aquellos días, su
lucidez le parecía a la izquierda bienpensant, una confusión idealista. Fueron años de soledad y aislamiento; se hablaba de él con una sonrisa de piedad, con un gesto de compasión. Breton aparecía como un pobre iluso al lado de ese filósofo realista que era Jean Paul Sartre … El tiempo ha pasado y ahora comprendemos que el verdadero realista, el que estaba más cerca de la realidad y de la historia, era Breton, el poeta delirante.


Gabriel Sarando: las críticas de Camus al régimen soviético constituyen una
aportación posterior a las realizadas por los diversos movimientos de oposición
en la URSS, desde la llamada “Oposición Obrera”, pasando por la rebelión de
Kronsdat, hasta llegar al Trotskismo. ¿Qué opina ud. de las ideas de Trotsky?


Octavio Paz: Trotsky nunca dijo que la Unión Soviética fuera un Estado Socialista sino en tránsito al socialismo. Más tarde lo llamó Estado Obrero degenerado. La enfermedad del Estado Obrero era la dictadura burocrática stalinista. Según su análisis, la burocracia había usurpado el poder a través de una contrarrevolución palaciega. De acuerdo con esta interpretación, el régimen resultante era, por naturaleza, transitorio y la burocracia, no podría constituirse en una nueva clase dominante. La nueva casta era una mera excrecencia administrativa en un Estado deformado. Toda la interpretación del trotskismo está fundada en la transitoriedad de los regímenes burocráticos. Ahora bien, este régimen ha durado más de cincuenta años. Se trata de una transición un poco larga, ¿no cree? Pienso que nos encontramos ante un fenómeno nuevo que hace tambalear las definiciones del marxismo escolar. Es necesario repensar la historia moderna y
buscar otro camino para interpretar los hechos. Por ejemplo, el análisis de
aquellos estados asiáticos donde la burocracia fue la clase dominante puede
sacarnos del callejón sin salida en el que nos ha metido la idea de la
transición ad eternum. En China también hubo una sociedad feudal pero, a
diferencia de lo que ocurrió en Europa, la salida del feudalismo no se produjo
a través de la acumulación del capital; el Estado Nacional y el Centralismo
fueron la consecuencia de una alianza inestable entre la burocracia y el Emperador.
El hijo del Cielo en el trono y el poder efectivo en manos de la casta de los
Mandarines gobernaron a China durante más de mil años. En este ejemplo se hace
evidente que el despotismo burocrático no es un fenómeno transitorio.

Gabriel Sarando: el marxismo ha caído preso del mito hegeliano. Los marxistas creen encontrar en los países llamados “socialistas” un “fin de la historia”
inexorable, de allí la aceptación acrítica de las monstruosidades cometidas en
nombre del socialismo real. Pero, si en realidad la historia está abierta –si
excluimos toda teleología–, las sociedades postcapitalistas aparecen como un
enigma a descifrar, para ello es necesario forjar nuevos instrumentos de
análisis. ¿Cuál es su opinión acerca de estos nuevos instrumentos? ¿Pueden
venir del marxismo o la tradición soviética ha destruido el potencial
revolucionario que esta teoría tuvo durante el siglo XIX?


Octavio Paz: el marxismo es parte de la herencia intelectual y moral de Occidente; corre por las venas de nuestra cultura. Las contribuciones de Marx y, en menor medida, las de Engels, han sido capitales; sobre todo en el campo de la Historia Social y de la Economía Política. No podemos renunciar a Marx así como no podemos renunciar, en el campo de la Economía a Adam Smith o, en el de la Historia Social, a Tocqueville. Además, el marxismo fue un pujante y profundo
pensamiento crítico y moral; su influencia ha sido decisiva en la formación de
la conciencia moderna. En este sentido todos somos, de alguna manera, marxistas
… como también somos, aunque a veces no lo sepamos, neoplatónicos, estoicos,
kantianos, darwinianos. Todas estas ideas y filosofías se han transformado, por
así decirlo, en nuestra sangre intelectual y circulan, invisiblemente, en los
espíritus modernos; animando e irrigando nuestras teorías y nuestras hipótesis.
Reconocer esto no implica cerrar los ojos ante sus exorbitantes e injustificadas pretensiones filosóficas; ante sus rasgos intolerantes y dogmáticos. El marxismo ha sido, contradictoriamente, un pensamiento crítico y una ortodoxia. En la segunda mitad del siglo XX el marxismo ha cesado de ser crítico y se ha convertido en un dogmatismo pseudoreligioso. El marxismo nos ayudó a pensar libremente; hoy es un obstáculo que impide la libertad de pensamiento. Ha perdido su fecundidad intelectual, como ocurre con frecuencia en la historia del pensamiento y de las ideas. El neoplatonismo renacentista fue una corriente poderosísima que preparó, en el siglo XVI, el advenimiento de la época moderna pero que se desvaneció ante el pensamiento que realmente inauguró la modernidad: Descartes, Newton, etc. Sin embargo, hay una diferencia: el descrédito del neoplatonismo fue de orden intelectual mientras que el del marxismo ha sido y es sobre todo moral y político. La crítica contemporánea del marxismo es semejante a la que hizo Marx del liberalismo burgués; del mismo modo que él opuso la realidad atroz de la sociedad
capitalista a los principios e ideas que proclamaban sus códigos y constituciones, nosotros hemos enfrentado a los regímenes que se dicen marxistas a los principios e ideas del marxismo. La contradicción no puede ser mayor ni más escandalosa.
Desde otro punto de vista, las insuficiencias del marxismo, son las de las filosofías del siglo XIX. El marxismo. Tiene unos límites históricos, es prisionero de sus orígenes. Marx pensó al “Otro” dentro de la cultura europea del siglo XIX. Marx reconoció a ese “Otro” que es la clase obrera y comprendió así una de las contradicciones sobre las que se ha constituido la sociedad actual. Ahora sabemos que este esquema olvida —y cuando toma el poder las reprime—, otras
diferencias y oposiciones: la mujer, las nacionalidades oprimidas, las culturas sometidas, el hombre subterráneo de Dostoievsky (el “Otro” que es cada uno de nosotros), la sexualidad y su complemento contradictorio: la aspiración hacia lo divino, las creencias que llamamos irracionales, la poesía … en fin, todas esas zonas regidas por la excepcionalidad y la diferencia, el mundo de los Otros y de lo Otro. Ese “Otro” múltiple que Marx no pudo reconocer.
En América Latina la situación es particularmente lamentable, pues se intenta aplicar a nuestra realidad un marxismo ingenuo, vulgar. Un marxismo ideológico heredero de la filosofía del progreso y adorador del industrialismo y de la uniformidad, ciego ante la heterogeneidad cultural de nuestro continente.
El marxismo es un etnocentrismo: parte de la realidad de la sociedad europea e impone sus esquemas y generalizaciones sobre diversas culturas y etnias. Cuando estuve en la India me di cuenta del etnocentrismo de Marx. El creía que el ferrocarril y el capitalismo inglés acabarían con el sistema de las castas. Más de cien años después las castas y la civilización india resisten a una modernidad que no les pertenece. La fascinación que ejerció sobre el pensamiento de Marx el espíritu unificador del capitalismo lo cegó frente al fenómeno inverso: las singularidades irreductibles de cada cultura. Ya es hora de reintroducir en nuestra visión de la historia esa realidad que los antiguos llamaban “el genio de los pueblos”.


Gabriel Sarando: para hacer justicia al pensamiento de Marx es necesario reconocer que, en sus últimos años comenzó a relativizar el modelo europeo de desarrollo, esto es evidente en su carta a Vera Zassulich (1881). Más allá de sus límites ¿qué podemos rescatar del marxismo?

Octavio Paz: lo que hay que rescatar del marxismo es su interés por el “Otro”, su carácter subversivo. William Blake decía: “los buenos poetas están de parte del Diablo”. El buen marxismo sigue estando de parte del Diablo, es decir, de parte de la negación.

Gabriel Sarando: lo que es necesario criticar del marxismo es su incapacidad para
reconocer la multiplicidad, para pensar la diferencia.

Octavio Paz: en Latinoamérica, pensar la diferencia significa reconocer aquello que nos distingue, la heterogeneidad y pluralidad étnica y cultural de nuestros
pueblos. La expresión “Tercer Mundo”, con la que se ha querido llenar este
vacío, crea una nueva uniformidad ficticia (¿qué tienen en común Zaire y
Argentina, Brasil y Birmania?). América Latina pertenece a Occidente tanto por
sus lenguas —el español y el portugués— como por su civilización. Nuestras
instituciones políticas y económicas también son occidentales. Pero dentro de
esta occidentalidad se oculta el Otro, los Otros: el indio, las culturas precolombinas o traídas de Africa por los negros, la excentricidad de la herencia hispano-árabe, el carácter peculiar de nuestra historia … Todo eso nos convierte en un mundo en un mundo distinto, único, excéntrico: somos y no somos Occidente.

Gabriel Sarando: el resurgimiento de estas culturas reprimidas, de este mundo
arcaico constituído por la religión, el caudillismo, que aparecen detrás de una
modernidad aparente como un retorno de lo reprimido.

Octavio Paz: una especie de venganza histórica. Las culturas reprimidas se vengan de esta modernidad artificial, impuesta. Irán es el último ejemplo: la revuelta de
estos días, que acabó con el régimen imperial, fue una reacción contra una
tentativa de modernización compulsiva, impuesta desde arriba. El resultado fue
contraproducente. Otro ejemplo, menos dramático y más cercano, es el de México.
Una y otra vez, en diversos escritos, he señalado la presencia de rasgos
tradicionales, premodernos, lo mismo en las costumbres de los mexicanos que en
sus ideas y creencias. El eje del tradicionalismo mexicano es religioso: esa
forma peculiar que adoptó el catolicismo en México y cuya expresión más notable
es el culto, a un tiempo ingenuo y exaltado, que profesa el pueblo ante la
Virgen de Guadalupe. Su figura está íntimamente asociada a la historia pública
de México —su imagen aparece en las banderas de las insurrecciones populares
campesinas— pero así mismo, es parte de la historia íntima de cada mexicano.
Hombres y mujeres, en sus sueños y soliloquios, hablan con la Virgen. ¿Qué
pensaríamos de un historiador o un sociólogo que desdeñase la realidad del
culto a la Gran Diosa de la India, Durga o Kali, con el pretexto de que se
trata de supersticiones milenarias y de que Marx y sus discípulos ya dijeron
todo lo que había que decir sobre el fenómeno religioso? Pues esa aberración,
hecha de suficiencia e ignorancia, ha sido frecuente entre los intelectuales
mexicanos de izquierda. Mis opiniones sobre el tradicionalismo mexicano y el
culto a la Virgen fueron recibidas con desdén y burla. Incluso, en un caso, se
citaron como el ejemplo de mi incurable idealismo o, lo que es lo mismo, de mi
no menos incurable oscurantismo reaccionario. Espero que la visita del Papa les
haya abierto los ojos a mis críticos.
En la segunda mitad del siglo XX hemos presenciado un derrumbe general de ideas, filosofías y sistemas. También hemos sido testigos de la reaparición de realidades
enterradas prematuramente por ideólogos arrogantes. Entre los grandes
sobrevivientes del siglo —¿para bien o para mal?— se encuentran las religiones
y los nacionalismos. La persistencia de las culturas nacionales y sus formas
tradicionales nos lleva a ver con ojos distintos el tema central de la historia
de América Latina: nuestra modernización. Es claro que cada cultura y cada país
debe encontrar su vía propia hacia la modernización. Esta ha sido la tragedia de América Latina: nuestra modernización, iniciada en la Independencia, se ha malogrado porque no corresponde a nuestra tradición ni a lo que somos realmente. El liberalismo, el positivismo y ahora el marxismo leninismo, han sido acogidos por los intelectuales latinoamericanos como recetas abstractas; ninguna de estas
doctrinas ha sido repensada por y para los latinoamericanos. De ahí que vivamos
en una permanente dualidad: América Latina pretende ser moderna y democrática
pero nuestras realidades sociales y políticas son premodernas. Seguimos
dominados por el mito —y la realidad— del caudillismo.
El caudillismo —una herencia española y árabe—ha sido fortalecido por el militarismo y el populismo. En América Latinase ha hecho dominante, bajo distintos nombres y formas, algunas sangrientas y tiránicas, como en Nicaragua; otras
pacíficas e institucionales, como el paternalismo autoritario en México. Cuba
no es una excepción. En Cuba, el marxismo es la realidad oficial, pero la
realidad extraoficial es la tradicional en América Latina: la opresión. En Cuba
se conjugan dos sistemas: la burocracia totalitaria a la rusa y el caudillismo
a la latinoamericana.


Gabriel Sarando : a manera de conclusión para estas reflexiones, ¿cuál es para usted la base de un nuevo pensamiento crítico?


Octavio Paz: hay dos obstáculos que se oponen a la elaboración de una nueva idea de la sociedad. El primero es la identificación del progreso social con el desarrollo
industrial, error en el que el marxismo ha caído. Hay un gran precursor que
puede ayudarnos a salir de este equívoco: Fourier. Con extraordinaria
anticipación Fourier comprendió que el desarrollo industrial no es algo
deseable en si mismo. Una y otra vez afirma que el hombre que trabaja en la
fábrica es necesariamente un desdichado o, como se dice ahora, un enajenado.
Por eso proponía una sociedad con un mínimo de industrias y daba a la
agricultura un papel fundamental.

Gabriel Sarando: ¿Entonces podemos pensar en un desarrollo postcapitalista que no
pase por las horcas caudinas del industrialismo? Schumacher con el
planteamiento de las tecnologías intermedias e Ivan Illich a través de su
crítica al sistema de transportes o sus argumentos sobre el problema energético
estarían reactualizando esta problemática.


Octavio Paz: Creo que estamos “condenados” a ser modernos. Es decir, ni podemos (ni debemos), prescindir de la técnica y de la ciencia. Es imposible e impensable
una “vuelta atrás” como solución al impasse de la sociedad industrial. El
problema consiste en adecuar la tecnología a las necesidades humanas y no a la
inversa como ha ocurrido hasta ahora. Esto es dificilísimo pero la otra
posibilidad es sombría. Un derrumbe general de la Civilización, frente al cual
el fin del mundo antiguo, entre los siglos V y VII, no sería sino un insípido
“avant-gout” del desastre. Incluso en esta perspectiva, la preservación de la
pluralidad y las diferencias de los grupos y los individuos es una defensa
preventiva. La extinción de cada sociedad marginal y de cada diferencia étnica
y cultural significa la extinción de una posibilidad de supervivencia de la
especie entera. Con cada sociedad que desaparece, destruida o devorada por la
civilización industrial, desaparece una posibilidad del hombre, no solo un
pasado y un presente sino un futuro. La historia ha sido hasta ahora plural:
diversas visiones del hombre, cada una con una versión distinta de su pasado y
de su futuro. Preservar esa diversidad es preservar la pluralidad de futuros,
es decir, la vida misma.
El otro gran peligro, estrechamente ligado al que acabo de describir, consiste en concebir a la nueva sociedad como una
construcción geométrica. La utopía realizada sería un horror. Nada mas opresor
que la vida en los falansterios imaginados por Fourier. La tentación de la
geometría y la uniformidad es la tentación intelectual por excelencia. Es la
tentación del César Filósofo. Por eso debemos cultivar y defender la particularidad y la individualidad. El hombre no tiene porvenir en el colectivismo de los estados burocráticos ni en la sociedad de masas creada por el capitalismo. Todo sistema, tanto por su carácter abstracto como por su pretensión de totalidad, es el enemigo de la vida. Un olvidado poeta español, José Moreno Villa, decía con gracia melancólica: “he descubierto en la simetría la raíz de mucha iniquidad”.

Gabriel_Sarando
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